51. City of stars (Ryan Gosling ft. Emma Stone)

12 6 0
                                    

DAVID

- ¡David! ¡David! ¿Estás bien?

María estaba de cuclillas a mi lado, zarandeándome con rostro preocupado, y yo no era capaz de dejar de llorar. Me hubiese gustado hacerlo y contestarle que no. Explicarnos, a ella y a mí, lo que había sentido al verla tocando el (mi) piano. La cuchillada mortal que me había atravesado el pecho al contemplar a quien se había convertido en mi refugio acariciando con inocencia a mis demonios.

- Estoy aquí. Venga... Ya está –seguía hablándome y abrazándome, pese a no obtener respuesta por mi parte-. ¿Necesitas que llame a alguien? ¿Le digo a Juana que te prepare algo?

- Creo que ya se ha marchado –conseguí decir-. No te preocupes.

- ¿Qué pasa? –preguntó con suavidad. No respondí-. ¿El piano es tuyo?

- Lo era –susurré. No parecía entenderme, pero decidió no seguir insistiendo, siendo precisamente ese gesto lo que me animó a continuar-. Desde que volví, sólo he intentado tocarlo una vez. No fui capaz de hacerlo.

- ¿Ya no te acuerdas? Habrás perdido un poco de práctica, pero...

- Fue lo que me hizo marcharme, María.

La revelación hizo que se separase de golpe para mirarme, asustada.

- No lo entiendo –murmuró-. Dios mío, David, lo siento muchísimo. De haberlo sabido...

- No podías saberlo –interrumpí, brusco-. Nadie lo sabe –asintió despacio, procesándolo, y cogí la mayor bocanada de aire de mi vida para poder armarme de valor y revelar lo que tanto tiempo llevaba quemando dentro-. Mi abuelo sugirió apuntarme a piano cuando era muy pequeño. A día de hoy no sé si fue capricho o casualidad, pero mis padres aceptaron y me matricularon en el conservatorio a los cuatro años. Mi historia de amor con el piano se cuenta sola. Se convirtió en mi pasión, en lo único que me llenaba. Apenas unos días antes de hacer la preinscripción para la universidad, les pedí a mis padres que viniesen a escuchar una canción que había compuesto. Lo primero que hizo mi padre al terminar fue preguntarme qué iba a hacer con mi vida. No había pensado nada. Lo único que me gustaba hacer era tocar, le dije, y él comenzó a reírse en mi cara. "¿De verdad vas a tirar el futuro de nuestra empresa por perseguir tus gilipolleces infantiles?" –tuve que tragar saliva al imitar su tono, porque las palabras aún se me atascaban en la garganta-. Yo no quería hacer arquitectura. Se lo dije. Por un momento, quise imponerme, pero me hundió. Me amenazó con dejarme en la calle si no seguía adelante con los planes que, según él, siempre habíamos tenido previstos. No pude negarme. Y me marché. Seguir aquí, conviviendo con mis sueños rotos, era demasiado insoportable. Columbia estaba interesada en el hijo de Isidro Palacios, el gigante de la arquitectura española, así que no fue difícil. Dejé atrás a Gisela, a mis amigos, a mis abuelos, a mi hermana, a toda la vida que siempre había conocido..., y a mí. El resto ya lo sabes, guindillita. Estas son mis grietas.

Cuando terminé, las lágrimas dejaron de brotar y María se acercó de nuevo para abrazarme, sin decir nada. Era la primera vez que le contaba a alguien lo que había sucedido, la primera vez que daba voz a los fantasmas. Siempre había pensado que, verbalizándolos, se harían más grandes, pero no había sido así. Se habían ido.

- Me parece tan terrible que no sé ni por dónde empezar.

- No lo hagas –pedí-. Soltarlo ya ha sido bastante. No sé si estoy preparado todavía para escuchar opiniones al respecto.

Asintió, en silencio, y me apretó un poco más fuerte durante unos segundos antes de ponerse de pie.

- Me alegra verte sacando la tirita, pero estás haciéndolo a medias. Ven, levántate del suelo.

Me tendió la mano y la cogí, sin entender absolutamente nada.

- ¿Qué pretendes? –pregunté incorporándome.

- Las tiritas se arrancan del tirón –respondió, más para ella que para mí, llevándome hacia el taburete.

- María...

- Tú no hagas nada si no quieres, ¿vale? Simplemente mantén tus ojos sobre mí. Escúchame.

Se sentó a mi lado, piel con piel, y tanteó algunas teclas antes de decantarse por cuatro para construir un ritmo que, pese a ser completamente diferente, conseguí reconocer al instante.

- City of stars... -comenzó-. Are you shining just for me?

- No sé si esto es una buena idea –murmuré mientras ella seguía cantando.

- Who knows? I felt it from the first embrace I shared with you... -nos miramos y tragué saliva, nervioso-. That now our dreams they've finally come true...

Seguí con los ojos el ritmo que marcaban sus dedos, embobado, escuchando su voz tímida abriéndose paso entre la minúscula distancia que nos separaba. Era una sensación extraña, pero, por algún motivo que desconocía, no dolía. Me maravillaba.

- Estás destrozando la canción –apunté.

Se detuvo justo antes de empezar el estribillo y me miró, inclinando la cabeza hacia las teclas para invitarme a unirme, desafiante.

- A rush... -susurré con la voz entrecortada.

- A glance.

- A touch –iba a llorar otra vez.

- A dance.

Tomó mis manos con delicadeza y las condujo al piano, dejando las suyas entre ambos.

- Respira. Vamos a hacerlo juntos.

Y lo hice. Lo hicimos.

Mis dedos empezaron a moverse solos por el piano, haciéndome perder la consciencia mientras la miraba y cantábamos juntos el estribillo de mi canción favorita de la historia de la industria cinematográfica.

Al terminar y levantar los dedos de las teclas, la cadena se rompió. Ya no quedaba llanto, ni miedo. Sí incertidumbre, euforia y, en lo más hondo, una pizquita de felicidad.

La guerra había terminado.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora