DAVID
Prometo que mis verdaderas intenciones a la hora de llevarla al mirador estaban más relacionadas con confesarle la verdad que con volver a acobardarme, pero no fui capaz de hacerles justicia. No después de que ella le hubiese dado sentido a nuestra historia en apenas unas pocas palabras. No con todo el amor del mundo mirándome concentrado a través de sus ojos ilusionados. No en un escenario como aquel, tan idílico, tan jodidamente perfecto. Retrasarlo solo empeoraría las cosas, pero acabar con aquel sueño allí habría sido aún más doloroso. Mis malas decisiones (o mi nula incapacidad para tomarlas, dependiendo de por donde se mire) ya iban a jodernos lo suficiente como para además cargarme un momento como aquel.
Las horas siguientes fueron extrañas. El aura de felicidad que desprendía María por cada poro de su piel contrastaba de forma notable con mi perpetua melancolía. Traté por todos los medios de que no se notase, aunque para ello tuviese que rehuir de ella y de su habilidad para leer a la gente emocionalmente.
La noche siguiente, después de haberla dejado toda la tarde escribiendo en el jardín mientras yo revisaba de nuevo el billete, ella subió con unos sándwiches a la buhardilla con la intención de quedarnos hasta la madrugada acompañados por el piano.
- Ya hace días que no te oigo tocar –comentó-. No sé qué opinará Julián González si se entera de que estás perdiendo la práctica...
Fue una broma inocente, por supuesto, pero eso no impidió que la garganta se me cerrase por completo. No me veía capaz de entonar ni una mísera estrofa sin venirme abajo, así que no tuve más opción que improvisar:
- ¿Yo toco y tú cantas? Tengo la voz un poco ronca hoy.
Si notó la mentira, supo disimularlo.
María siempre decía que, objetivamente, ella no cantaba bien. Conocía sus capacidades y las aceptaba, pese a no haberse sentido atraída jamás por el canto. Sin embargo, las buenas vibraciones que transmitía cuando perdía la vergüenza y dejaba salir su voz, feliz y despreocupada, eran completamente hipnóticas. Ella lo era.
- David, ¿estás bien?
Parpadeé, confuso, y volví de nuevo a la realidad.
- Claro que estoy bien. ¿Por qué lo preguntas?
- Has dejado de tocar.
Me miré las manos, rígidas sobre las teclas del piano, y sacudí la cabeza.
- Perdón. Me he olvidado de cómo seguía.
- No te preocupes ¿Quieres que busque la partitura en Internet? Si no, podemos parar y dejarlo para otro día.
Me levanté del taburete, un poco aturdido, y negué con la cabeza.
- No, no, si me apetece tocar –balbuceé-. Esto... Voy al baño a lavarme la cara. A ver si me espabilo un poco.
- Muy bien. Aquí te espero.
Bajé las escaleras de dos en dos y me encerré en el aseo más cercano, exhausto. Abrí el grifo con ímpetu y sumergí las manos bajo el chorro de agua fría, que consiguió devolverme un poco la consciencia al entrar en contacto con la piel de mis mejillas.
Al levantar la vista y contemplar mi reflejo en el espejo, la misma sensación de rechazo que tanto me había azotado al regresar al pueblo por primera vez volvió a saludarme con los brazos abiertos. Solo que, esta vez, el repudio no iba dirigido a ningún lugar, sino a alguien. A mí.
- Tantos meses de engaño para acabar de nuevo en el punto de partida –me dije a mí mismo-. Una vez más, has demostrado ser lo que él siempre ha querido. Un puto cobarde.
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El momento perfecto
RomanceDavid Palacios ve tambalear de nuevo su mundo cuando, dos años después de su marcha, se ve obligado a regresar al lugar al que juró que nunca volvería. ... María Gayoso ha nacido para escribir. Sin embargo, una mudanza obligada la capultará a una s...