28. Despedida (IZAL)

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MARÍA

Cuando llegas a segundo de bachillerato, nadie te enseña a disfrutarlo. Al entrar por la puerta el primer día de curso, con los nervios a flor de piel y las pilas recargadas del verano, alguien se encarga de colgarte una mochila llena de presión a la espalda, que se va incrementando conforme se van sucediendo los exámenes, los trabajos y los meses de curso.

Nadie te recuerda que es el último año que vas a pasar con tus amigos de siempre, que nunca más vas a volver a ver sus caras de moribundos a las ocho de la mañana en un entorno como aquel, tan frío y tan familiar al mismo tiempo, tan lleno de fracasos como de ilusiones y esperanzas.

Nadie te lo hace tener presente, y tú, en medio de aquel mar de caos, lo olvidas.

En mi caso, no era exactamente así. Crecer me había dado siempre un miedo espantoso, así que podemos decir que yo sí era un poco consciente de que aquella etapa tan intensa llegaba a su fin. Sin embargo, lo hacía de una manera un poco distinta, porque ya se sabe que los miedos no son los mejores compañeros a los que llamar cuando no quieres perderte algo; solo saben nublarte la vista. Viví segundo de bachillerato mirando asustada hacia la temida vida adulta, que se asomaba de refilón por la puerta de mi aula, haciéndome burlas, cada vez que alguno de mis profesores pronunciaba las palabras "futuro", "vocación" o "selectividad".

Por eso odiaba las charlas de orientación universitaria.

La de aquel martes estaba siendo especialmente absurda. Sentada en una de las viejas butacas del salón de actos de mi instituto, me esforzaba por prestar atención a las diapositivas que aquel señor de barba, (catedrático de no sé qué asignatura en la universidad de quién sabe dónde), leía en el escenario, pero no lo conseguía. Me fijaba más en las inexistentes arrugas de su camisa, en los colores perfectamente combinados de las diapositivas y en la forma en la que se colocaba las gafas hacia atrás, haciéndose el interesante. Me daba un poco de pena, porque casi nadie le estaba escuchando, pero no era algo de extrañar. ¿No se daban cuenta los que organizaban aquellas conferencias de que aquel tipo de actos no cumplían lo que tenían previsto? No íbamos a salir de allí cargados de motivación, con las expectativas por las nubes y las dudas sobre qué queríamos hacer el resto de nuestra vida ya resueltas. No estoy diciendo que la charla de aquel señor tan barbudo no fuese interesante, probablemente lo sería en otras circunstancias, pero no era lo adecuado para despertar la curiosidad de sesenta cuerpos hormonados a punto de desplegar las alas.

Si yo fuese la directora de mi instituto, pensé, organizaría otro tipo de conferencias. Quizás charlas de exalumnos. No de aquellos que venían a veces, ya con un par de carreras, otros tantos másteres y un puesto de trabajo fijo en una de las mejores empresas del país. Invitaría a exalumnos que estuviesen aun cursando la carrera, a otros que hubiesen tenido que cambiarse porque no sabían bien cuál era su verdadera vocación, a los que se hubiesen marchado a una ciudad completamente solos. Personas reales, más cercanas a nosotros, que nos relatasen su experiencia personal y nos enseñasen sin vergüenza las piedras que habían encontrado en su camino. Alguien que comprendiese al cien por cien nuestras dudas, nuestros miedos, que nos hiciese ver que, en el fondo, no era para tanto, que nuestras expectativas y nuestros límites deberían estar marcados por nosotros mismos, no por un catedrático barbudo con la camisa perfectamente planchada.

Volví a casa agobiada, como siempre.

Ni siquiera estaba segura de que fuese solo por motivos estudiantiles; nunca me habían afectado demasiado. Había algo más que no iba bien, algo que me hacía sentirme un poco menos ilusionada, un poco menos contenta, cada día que pasaba. Nadie lo notaba, por supuesto, la María externa sabía desempeñar mejor que nadie su trabajo.

Todo estaba yendo muy deprisa. La mudanza, el instituto, los cambios en mi grupo de amigos, lo de Itzan...

La vida, pese a seguir su curso, parecía desmoronarse poco a poco. Y yo, en lugar de refugiarme, la miraba hacerlo, anonadada, sin intervenir.

Esa tarde, cuando volví a sentarme delante del teclado, tampoco fui capaz de escribir nada.

Cerré el portátil con un golpe seco al cabo de una hora, cogí el libro de Historia de España y me acomodé de nuevo en la silla del escritorio antes de comenzar:

- El dos de mayo de 1808, la población madrileña...


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