30. Somewhere only we know (Keane)

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MARÍA

Quedamos para vernos el sábado por la mañana. Creo que fue una de las únicas ocasiones en las que concretamos una fecha y un lugar exactos para charlar, cuando aún no nos conocíamos tanto como creíamos y la confianza solamente empezaba a germinar.

David ya estaba en el rellano cuando abrí la puerta de casa y, aunque mentiría si dijese que no estaba un poco nerviosa, no fue, ni mucho menos, un momento incómodo para ninguno de los dos. Nos saludamos con una sonrisa sincera y esperamos en silencio al ascensor.

- Tienes buena cara –dije levantando un poco la cabeza para mirarle-. ¿Has dormido mejor?

Habíamos continuado con la charla virtual durante todo el día anterior y me había confesado que, desde que había vuelto de Nueva York, apenas había pegado ojo.

- Sí, un poco sí. Gracias por el piropo. Tú también tienes buena cara. Mucho menos colorada que en la foto.

Le di un pequeño codazo al entrar dentro del ascensor. Cuando salimos a la calle, el frío de finales de febrero nos recibió con un abrazo gélido. David se abrochó el anorak y yo no pude evitar seguir con los ojos el recorrido hipnótico de su cremallera. Él se dio cuenta y levantó la ceja, con gesto interrogante.

- Me gusta la chaqueta –me justifiqué.

No mentía. Era preciosa, negra, con degradados en azul celeste. Y le quedaba como un jodido guante.

Nunca le he dado demasiada importancia a la ropa. Al fin y al cabo, no es más que la carcasa que recubre lo realmente importante. Sin embargo, a veces puede decir mucho de nosotros. No hablo solo del reflejo de la personalidad, sino también de la imagen con la que guardas a la persona que la lleva puesta. Desde aquel día, cada vez que pensaba en David, lo hacía viéndolo vestido con aquella chaqueta, como si la imagen de él paseando por las calles del pueblo que nos vio crecer se hubiese quedado anclada a mi memoria de un modo inexorable.

Las calles estaban prácticamente vacías. Caminamos en silencio durante un buen rato, ambos con las manos metidas en los bolsillos, sin un rumbo demasiado claro.

- No estoy acostumbrada a estar callada durante tanto tiempo.

- ¿En serio? –rio irónico.

- Te lo prometo. No me gustan los silencios. Me ponen tensa.

- Pues no entiendo por qué. A veces son mejores que las palabras.

- Eso sí que no tiene ningún sentido.

- ¿Cómo qué no? –redujo un poco el ritmo de sus pasos, obligándome a mirarle-. Hay silencios que tienen más significado que cualquier frase que podamos verbalizar. Dejan libre el hueco que normalmente ocupan las palabras y lo llenan de todas esas sensaciones que a veces no somos capaces de expresar con ellas.

- Bueno, supongo que tienes razón –admití-. Pero no podemos acomodarnos en ellos. ¿Nunca te has quedado con las ganas de hacer algo por no haberte atrevido a decirlo en voz alta?

Se humedeció los labios y esbozó una sonrisa triste.

- Al final va a ser verdad que sabes leer a la gente.

Pasamos por delante de la tienda de golosinas de Rosario y le convencí para que entrásemos a comprarnos algo. David miraba los expositores llenos de golosinas de colores con la ilusión de un niño y no pasé por alto la sonrisa sincera que le iluminó la cara cuando vio a Rosario. Pensé en lo triste que debería de ser estar fuera de tu hogar durante tanto tiempo y lo feliz que me sentiría ante detalles tan aparentemente insignificantes como aquel.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora