6. Los días raros (Vetusta Morla)

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MARÍA

Aquella estaba siendo la mudanza más rápida de la historia. Pero rápida de verdad, como las de esas películas americanas en las que todo el proceso queda reducido a un par de escenas donde solo se ven cajas amontonadas y personas pintando felices las paredes de su nueva casa. Bueno, estoy mintiendo, nosotros contratamos un pintor para que las pintase e introducimos muchos otros procesos en el concepto: limpieza exhaustiva de ambos pisos, colaboración para sacar de nuestro nuevo hogar todas las pertenencias de mis tíos, visita a bancos para negociar acerca de hipotecas y, por supuesto, el traslado de todas nuestras cosas, que las cajas amontonadas no se llenaban solas.

Mis padres se dedicaron en cuerpo y alma a que todo estuviese a mi gusto: me dejaron elegir habitación antes que Miguel (algo que me pareció muy razonable teniendo en cuenta que él ya no vivía en casa), se dejaron convencer cuando propuse montar un pequeño acuario en el salón y recurrieron a mí en todas las decisiones que tenían que ver con la nueva decoración. Reconozco que al principio fui bastante reacia a prestar mi colaboración, pero mi psicóloga me convenció al dejarme ver que me estaban ofreciendo la oportunidad de participación que tanto había anhelado hasta el momento. Seguía dolida por tener que abandonar mi hogar, pero le hice caso y la verdad es que acabé viéndolo como un pasatiempo. Me pasaba todo el tiempo libre que tenía mirando dormitorios en Pinterest y, aunque no eran demasiados minutos, (de verdad, no entiendo cómo la gente no pierde la cordura por completo en segundo de bachillerato), creo que, si el proceso se hubiese alargado unas pocas semanas más, habría acabado con ganas de estudiar diseño de interiores o algo por el estilo.

Sin embargo, la situación era la que era, y para mí no terminaba de ser suficiente. La otra cara de la mudanza, esa que me obligaba a abandonar el único hogar que había tenido, seguía atragantándoseme con más frecuencia de la que me gustaría, pese a ser a menudo engullida por la resignación cuando comencé a experimentar una lucha interna entre hacer caso a mis propios sentimientos y el egoísmo que creía estar demostrando por sentirme así.

Toda la gente de mi entorno coincidía en que la mejoría era más que notable. El piso nuevo era más grande, más cálido en invierno y más fresco en verano, más luminoso, tenía dos espaciosas plazas de garaje, los vecinos eran personas completamente normales... Incluso la calle, pese a estar dentro del mismo barrio que la anterior, estaba mucho mejor considerada debido a "la calidad de vida que había por aquella zona" y "la tranquilidad que se respiraba en el ambiente". En fin, que no sabía si me estaba mudando al piso de mis tíos abuelos paternos o a una mansión en los Hamptons, pero el repudio que me producía era más o menos el mismo.

El día que crucé la puerta de la casa nueva por primera vez tuve ganas de gritar y salir corriendo escaleras abajo, pero no lo hice. No lo hice pese a estar temblando como un flan, pese a no haber dormido nada durante la noche anterior por culpa de la ansiedad y pese a estar haciéndome daño en la lengua de tanto morderla para no llorar, no sabía si de pena o de rabia. No lo hice porque vi centellear la emoción en los ojos de mis padres, ilusionados con lo bonitas que habían quedado las paredes del recibidor y con lo precioso y brillante que se veía el pasillo a aquella hora de la tarde, y me habría sentido terriblemente culpable. Estábamos los tres solos, pero podía escuchar las palabras de toda la gente que, sin pretenderlo, me había hecho sentirme la persona más egoísta del mundo: "Son tonterías de adolescente. No os preocupéis, se le pasará"; "¿Cómo vas a estar triste, tesoro? Si por fin vas a marcharte de ese cuchitril"; "Tienes que razonar, María. Se lo estás poniendo muy difícil a tus padres y ellos se están desviviendo porque tengas un futuro mejor".

Egoísta, egoísta, egoísta, egoísta.

Era lo único que recibía como respuesta las pocas veces que intentaba anteponerme a mí misma ante las necesidades o los sentimientos de los demás. No me compensaba, de modo que estaba acostumbrada a sonreír, tragar y asentir como si ninguna de las cosas que me lastimaban me importase en absoluto. Era un proceso de autodestrucción interna, pero no solía darme cuenta de ello al estar tan ocupada en construir una coraza que no dejase ver a la María que a veces sí se enfadaba, o a la que no le parecía justo lo que le estaba pasando, incluso a la que se comía sus propios problemas para ser un oído constante de aquellos que también los tenían, aunque a veces fuesen objetivamente "inferiores" a los suyos. Ningún problema lo es, por supuesto, pero todos hemos experimentado esa sensación alguna vez.

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