86. Columbia (Quevedo)

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MARÍA

No le mentí a David al referirme a Lipto como "un lugar inspirador". Mucho más allá de sus casas, sus playas y su gente (que, por supuesto, siempre suponían un plus a la hora de echar a volar la imaginación), lo que de verdad motivaba el movimiento frenético de mis dedos sobre el teclado era la paz interior que me recorría por dentro ante el mero hecho de estar allí.

David había sido siempre un lugar seguro para mí, pero ahora, después de haber cerrado tantas heridas, su presencia me hacía sentirme más en calma que nunca. Algo dentro de mí me gritaba a viva voz que aquel viaje iba a marcar un antes y un después en nuestra relación.

Y cuánta razón tenía...

...

El viernes por la noche decidimos salir a dar una vuelta el pueblo. David llevaba días hablando sobre el ambiente que tenía Lipto en verano y yo, por extraño que pareciese, no recordaba ya la última vez que había salido de fiesta en condiciones, así que ambos estábamos de acuerdo en que el plan era perfecto para cualquiera de los dos.

No había traído gran cosa, así que me vestí con un vestido negro cut-out, unas Converse altas y una chaqueta de piel. Supe que había dado en el clavo en cuanto vi la cara de David al encontrarnos en el recibidor, pero lo disimulé con una sonrisa y un cambio de tema radical hacia el tiempo previsto para la noche. La tensión entre ambos no dejaba de incrementarse y era consciente de que era cuestión de tiempo que algo sucediese, pero no podía evitar mantenerme alerta por miedo a que mi intuición estuviese equivocada y todo se fuese al traste. El arte del autosabotaje, supongo.

Cenamos en un coqueto restaurante del centro antes de que David me condujese entre las callejuelas para acabar desembocando en un local de fiesta pequeño, pero bastante acogedor. Aunque aún era pronto, no tardó en llenarse de gente, obligándonos a arrinconarnos en una de las esquinas. En determinados momentos, la falta de espacio entre nosotros era tal que casi podía sentir cómo su aliento se mezclaba sin remedio con el mío.

- ¿Estás bien? –me preguntó al cabo de un par de canciones-. Si te notas agobiada, quizás pueda conseguir sitio en el reservado. El dueño conoce a mi padre y...

- David –interrumpí tomando suavemente su brazo-. Estoy bien. Hemos venido para relajarnos, ¿recuerdas? –asintió con la cabeza repetidas veces, visiblemente nervioso, y no pude contener la risa-. Siempre he querido experimentar el cosquilleo de bailar rodeada de gente completamente desconocida. Adoro El Arce y adoro pasar tiempo con mis amigos en él, pero a veces el hecho de encontrarme siempre en el mismo ambiente me hace pensar que estoy repitiendo las mismas noches en bucle, una y otra vez. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

- Sí –respondió convencido-. Hagamos que esta sea diferente.

Me cogió de la mano con naturalidad y me arrastró a duras penas a través de la marabunta de gente que sí parecía estar experimentando el anhelado cosquilleo. Conseguimos un sitio cerca de la barra, donde pudimos pedir un par de copas antes de que el espíritu festivo nos acabase engullendo por completo. Bailamos y bebimos hasta que mis pies parecieron despegarse del suelo y comencé a sacar los que David bautizó como "pasos prohibidos".

- ¡El aspersor está muy visto! –exclamó cuando empecé a mover el brazo estirado alrededor del cuerpo-. ¡El del tenista es mucho mejor!

Se separó todo lo que pudo para fingir que botaba una pelota durante varios segundos antes de empezar a repetir el golpeo de una raqueta imaginaria al ritmo de la música. La guerra se declaró sin necesidad de palabras y a los pasos primerizos se les unieron la batidora, el golfista, el salvavidas y mi favorito: el pescador.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora