MARÍA
El día que entregamos las llaves de (mi) casa lloré como una niña.
Me negué rotundamente a ir a firmar el contrato con los nuevos propietarios. David intentó convencerme durante una semana entera, pero acabó cediendo cuando aceptó cómo podía acabar la jugada: conmigo montando el pollo de mi vida y con la documentación y esos horribles pendientes que siempre llevaba la señora de las vidrieras completamente quemados. Un ataque a una pobre anciana y un incendio en el centro del pueblo. Qué es la vida sin un poco de drama.
Para desgracia de mi conciencia, los señores continuaron siendo un encanto hasta el último momento. Aunque sabían de sobras que ya disponíamos de otro domicilio, insistieron en no mudarse allí hasta pasadas unas cuantas semanas, dejándonos el tiempo que necesitásemos para llevarnos todas nuestras cosas. Demasiadas, teniendo en cuenta que mis padres llevaban viviendo allí desde los veinte años.
Quedaron con ellos en un bar del centro, un domingo a las nueve de la noche, para darles la última copia de las llaves. Recuerdo que llovía a mares, como si el señor del tiempo hubiese hecho un pacto conmigo para reflejar exactamente cómo me sentía.
Me pasé el día llorando por las esquinas, mirando los muebles blancos que David y yo habíamos conseguido rematar después de una buena guerra a base de pintura e intentando hacerme a la idea de que, definitivamente, no había vuelta atrás.
Mi madre intentó evitar por todos los medios que volviese allí. Estaba a punto de cumplir dieciocho años y en apenas unos meses ni siquiera viviría en casa, pero seguía teniendo la costumbre de intentar alejarme del dolor lo máximo posible, como si evitarlo fuese a hacer que me lastimase menos. A decir verdad, creo que ella fue mi primera maestra en el arte de la evitación, pero no puedo ni quiero culparla por ello.
Papá no era así. Él creía firmemente en que había que cruzar hasta el ojo del huracán para poder llegar por fin a la calma. Cuando era pequeña, me daba miedo que me sacase las tiritas, porque, a diferencia de mamá, él siempre las arrancaba del tirón.
- Cuanto antes te enfrentes al dolor, antes podrás dejarlo atrás, tesoro –decía dándome un beso en la herida.
Y tenía razón. Ambos lo sabíamos. Quizás por eso no me sorprendí cuando, unas horas antes de la entrega de llaves, abrió la puerta de mi habitación y lanzó un llavero al colchón.
- Te espero abajo en cinco minutos. Necesitas una despedida.
...
Apenas diez minutos después, estaba cruzando por última vez la puerta de mi hogar. Tragué saliva nada más hacerlo, incómoda, mientras mi padre me adelantaba para ir a dar una vuelta por el pasillo.
Todo era... distinto.
El mueble de la entrada no parecía el mismo sin las figuras de decoración de mamá. El pasillo olía demasiado a producto de limpieza, como si hubiese perdido su esencia natural. No había chocolatinas en el armario de las golosinas de la cocina y apenas pude reconocer las estanterías de cristal del salón sin las tropecientas fotografías de viajes familiares que solían tener siempre encima.
Mi padre me dejó cierta intimidad cuando me vio agarrar el pomo de la puerta de mi habitación. No había parado de llorar desde que llegamos, pero cruzar aquel marco me hizo derrumbarme por completo. Caminé despacio hasta el colchón, todavía cubierto por mis viejas sábanas de Shrek, (me llevé un disgusto terrible al no poder llevármelas porque eran diminutas para la cama de la nueva casa), y me senté sobre él, intentando memorizar cada detalle.
Me dolía el corazón al imaginarme sentada sobre la alfombra jugando con Miguel a juegos de mesa, peinándome con Ámbar y Salma en el espejo cuando nos dejaron salir por primera vez solas a las fiestas del pueblo, sentada en el escritorio escribiendo mis primeras historias, tirada en la cama llorando porque no quería marcharme nunca...
Me acordé de la conversión con David, del momento en el que me dijo que aquel lugar había sido el principio, pero que tenía que abrirme paso hacia el resto del mundo. Una parte de mí iba a quedarse siempre entre aquellas cuatro paredes. Habían sido mi refugio, mi punto de partida, pero tenía que avanzar.
- Impresiona, ¿verdad? –me di cuenta de que mi padre estaba mirándome con cautela desde el marco de la puerta, evitando acercarse, y me hice a un lado en el colchón para dejarle un sitio junto a mí-. Verlo todo tan vacío. No parece nuestra casa.
- Lo será siempre, pero al mismo tiempo no va a serlo nunca más –murmuré-. Supongo que nuestro verdadero hogar nunca ha sido el piso en sí, sino los recuerdos que hemos ido creando por el camino. Eso va a acompañarnos eternamente.
Papá se quedó unos segundos mirándome, sorprendido, y luego sonrió antes de darme un beso en la coronilla.
- No sabes cuánto me alegra oírte decir eso. Voy a echar un último vistazo a todo antes de irnos, no vaya a ser que nos dejemos algo. ¿Te dejo un rato más aquí?
- No –respondí poniéndome de pie-. Te acompaño. Creo que ya he tenido suficiente.
- ¿De verdad? –preguntó pasándome la yema del dedo pulgar por la mejilla-. Sigues llorando.
- Lo sé, pero ya no estoy triste. No merece la pena seguir alargándolo. Hay que arrancar la tirita.
Sonrió al entender la referencia y me revolvió el flequillo. Y comprendí, con ese gesto, que sí tenía la capacidad de dejar huella. Solamente tenía que dejarla brotar.
ESTÁS LEYENDO
El momento perfecto
RomansaDavid Palacios ve tambalear de nuevo su mundo cuando, dos años después de su marcha, se ve obligado a regresar al lugar al que juró que nunca volvería. ... María Gayoso ha nacido para escribir. Sin embargo, una mudanza obligada la capultará a una s...