78. 19 días y 500 noches (Joaquín Sabina)

13 5 0
                                    

MARÍA

De niña adoraba hacer listas de mis cosas más y menos favoritas. Con la comida, por ejemplo, era capaz de recitar de memoria un ranking de mis diez platos preferidos, pero también de aquellos que más odiaba. Repetía la misma jugada con películas, canciones, libros y juguetes; también con conceptos más complejos, como emociones o los que consideraba mis propios defectos. En este último caso, nunca conseguí encontrar uno que destacase en el buen sentido por encima de los demás, (una cosa era aceptar mis defectos y otra bien distinta venerarlos), pero sí era firmemente conocedora de cuál, bajo mi propio parecer, era el peor de todos ellos: la necesidad de tenerlo todo bajo control.

Desde que tengo uso de razón, mi propia autoexigencia ha sido siempre mi peor enemiga. Mi subconsciente no se conforma con que las cosas vayan medianamente bien. Además de pelear por lo óptimo, necesita que todo esté siempre atado y vigilado hasta el mínimo detalle.

Quizás por eso no supe cómo reaccionar cuando vi a Itzan tendido sobre el suelo. Todo se había ido al traste y mi voz interior no dejaba de gritarme que todo era culpa mía. La situación se me había escapado de las manos y no había sido capaz de evitar el desastre. Había fracasado.

Tuve que aislarme de todo durante unos días para poder recuperar el equilibrio emocional. No estaba demasiado segura de qué era lo que se había roto exactamente, pero estaba claro que algo había cambiado durante aquella noche. Conmigo, con Itzan... y con David. No estaba enfadada con él; tampoco molesta o decepcionada. Simplemente acababa de descubrir una parte suya que hasta para él parecía resultar desconocida. Solía pecar de ingenua, pero no era tonta y sabía reconocer que el trasfondo de una reacción como aquella no era algo propio ni del David que conocía ni de un amigo al uso. Allí había algo más. Y ese algo que ni él ni yo estábamos preparados para nombrar acababa de demostrar que sólo iba a complicarlo todo.

Lo eché de menos, por supuesto. A él, a nuestras rutinas compartidas, a lo que se había convertido en mi vía de escape cuando algo no iba como debería. Sin embargo, el miedo a destruir lo que habíamos construido durante los últimos meses pesaba en aquel momento mucho más que la añoranza. No podíamos estropearlo. Y, por ello, lo mejor era tomar distancias.

...

La boda de Miguel fue mi principal distracción durante las siguientes semanas. Tatiana parecía encantada de tener un poco de ayuda y yo me comprometí tanto con los preparativos como si fuese la mía propia, ya no sabía si por ilusión o por necesidad de evasión.

Pese a ser un enlace muy íntimo, había bastante que organizar. El restaurante en el que habían pensado en un principio no estaba disponible con tan poca antelación, así que hubo que buscar un plan B a contrarreloj. Después de una tanda de llamadas y varios dolores de cabeza, conseguimos reservar un servicio de catering para que nos sirviese en una finca que mis tíos nos cedieron para la ocasión. Era grande y preciosa, situada a tan solo diez minutos del pueblo. La decoramos nosotros mismos con ayuda de Xiana, la mejor amiga de Tatiana, que se encargó de que todo quedase impecable. Había trabajado en una empresa de organización de eventos y tenía un gusto exquisito para la decoración.

- Era la mejor en lo suyo –me dijo Tatiana una tarde-. Pero tuvo que dejarlo por asuntos personales.

No tenía ni idea de la gravedad de dichos asuntos, pero no había profesión con la que más pudiese identificar a aquella chica coqueta y meticulosa que escuchaba a Sabina en absolutamente todos los trayectos desde el pueblo a la finca.

- ¿Sabéis qué me haría muchísima ilusión? –comentó Tatiana durante uno de ellos-. Algo de música en directo.

- No es una mala idea –respondió Xiana desde el volante-. Aunque seguro que a estas alturas te sale por un ojo de la cara...

- ¿Tú crees?

- Tiene toda la pinta, Tati. Estamos a 25 de julio y la boda es en poco más de dos semanas.

Tatiana dejó escapar un suspiro mientras se echaba hacia atrás en el asiento del copiloto.

- Supongo que tienes razón. Tal vez si hablase con mi tío...

- ¿El de la discográfica? –preguntó Xiana.

- Sí. A lo mejor conoce a alguien que esté empezando y que no tenga demasiada ocupación. Podríamos...

Dejé de escuchar la conversación en cuanto la palabra discográfica comenzó a tintinear dentro de mis oídos. Había escuchado varias veces en boca de mi hermano que uno de los tíos de Tatiana manejaba un cargo importante en el sector musical de la zona, pero nunca lo había considerado un dato demasiado relevante.

Hasta ahora, que se presentaba ante mí como una oportunidad maravillosa.

- Creo que no va a ser necesario que tu tío busque a alguien... –comenté.

Cuando en la radio del coche comenzó a sonar 19 días y 500 noches, (concordando con el número de amaneceres que llevaba sin intercambiar palabra con David), supe que debía interpretar aquello como una señal. Y, sobre todo, como un arma de demolición para romper el muro que sin querer acababa de empezar a levantar entre los dos.


El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora