67. Friday I'm in love (The Cure)

11 5 0
                                    

DAVID

- Soy el primero al que le jode reconocerlo, Román, pero de verdad que no hay punto de comparación.

- ¿Cómo te puede parecer una graduación cualquiera mejor que la tuya propia? ¡No tiene sentido!

- Ya lo sé. Pero, créeme, opinarías lo mismo si hubieses venido. ¡Tenían hasta una entrega de premios! Díselo tú, David.

Llevaban al menos diez minutos discutiendo acerca de lo increíble que había sido la graduación de María, a la que Tino había acudido como invitado de Zaida. En algún momento de la conversación (me atrevería a decir que durante los primeros treinta segundos) mi cabeza había decidido desconectar, así que me limité a asentir con la cabeza varias veces, fingiendo prestar atención.

- ¿Dónde cenan ahora? –preguntó Román.

- En el restaurante que hay a las afueras del pueblo.

- ¿El caro? –Tino asintió, dando un trago a su botellín de cerveza, y Román imitó el gesto, abriendo mucho los ojos-. Jolín. Sí que recaudaron pasta con el festival.

- El trabajo del Pianista Silencioso y su ayudante ha dado sus frutos –bromeó Tino que, al no recibir respuesta alguna por mi parte, optó por darme un codazo-. ¿Qué te pasa a ti hoy? Estás más en las nubes que de costumbre.

- Los actos así, tan largos, me atontan un poco –mentí.

- No te habrás puesto así por ver a Gisela, ¿no?

Esta vez fue él quien acabó probando la agresividad de mi codo.

- ¿Cuántas veces tengo que deciros que ese tema ya está más que superado? –pregunté molesto.

- Perdón. Como ella estuvo en la tuya... Quizás se te había removido algo por dentro.

- ¿Iba guapa? –preguntó Román.

- Es guapa –respondí encogiéndome de hombros-. Y, para vuestra información, por dentro sigo igual de revuelto que siempre. No ha cambiado nada.

"Al menos, con respecto a ella", pensé.

- Ni siquiera habéis hablado, ¿no?

La pregunta de Tino me hizo sentir un poco culpable.

- Me gustaría contestarte que sí, pero la verdad es que ni siquiera he reparado demasiado en su presencia –me mordí el labio, pensativo, y saqué el móvil del bolsillo trasero del pantalón-. ¿Creéis que debería enviarle un mensaje?

- Si va a ser violento para ti, no lo hagas –respondió Román encogiéndose de hombros-. Pero, si no, no veo problema. Quizás hasta le haga ilusión.

Asentí, dándole la razón, y desbloqueé el teléfono con intención de dirigirme directamente hacia su chat. Sin embargo, el mensaje que parpadeaba sobre la barra de notificaciones parecía tener otros planes para mí.

María:

Va a ser el mensaje de agradecimiento más cutre de la historia, pero el vino de los pinchos está empezando a subírseme y prefiero la cutrez a las barbaridades que pueda decirte una adolescente en estado de embriaguez.

Gracias por venir. No hoy, (aunque también), sino siempre que lo necesito.

Nuestro apoyo recíproco e incondicional ha sido la base de muchos de los progresos que he hecho este año y no puedo estar más feliz por ello.

Eternamente agradecida contigo, David.

Besitos infinitos de parte de tu amiga guindilla (hoy sin cervezas, pero con mucho vino).

No supe por qué, pero quise echarme a llorar.

Quizás no tanto por el contenido del mensaje, sino por el miedo que me producía todo lo que se escondía detrás. Me aterrorizaba pensar que todo lo que habíamos construido se viniese abajo por culpa de...aquello.

No sabía cómo llamarlo, pese a ser plenamente consciente de lo que significaba. Sólo sabía que, tras el click, no había sido capaz de quitármelas de la cabeza. Y hablo en plural porque no sólo no podía dejar de pensar en la María que acababa de graduarse, tocada por los mismísimos dioses con aquel vestido azul eléctrico que se ceñía a su cuerpo como un jodido guante; tampoco podía sacarme de dentro a la María que me derribó una noche cualquiera al salir del ascensor, a la que se sentó conmigo en un portal para compartir un botellín de cerveza sin conocerme de nada, a la que me hizo volver a conectar con mis raíces y me enseñó a valorar la magia de las pequeñas cosas, a la que me abría las puertas de su casa cada día para regalarme lo mejor de ella.

Me había enamorado de María.

No sabía cuándo, tampoco cómo, pero lo había hecho. Y aquella idea, lejos de hacerme sentir mariposas, me producía auténtico terror.

Mi abuela solía decir que el miedo es al amor lo mismo que una jaula a un pájaro: tratando de retenerlo, acaba matándolo por no dejarle volar en libertad.

No quería verme encerrado dentro de mí mismo de nuevo, pero no se me ocurría ninguna otra forma de evitar que nuestra relación se estropease. María todavía estaba lo suficientemente pillada de Itzan como para sentir algo por mí y, aunque no fuese así... Yo tenía que marcharme. Por mucho terreno que les hubiese ganado a los demonios en nuestro eterno tira y afloja, no podía quedarme más allá del verano si pretendía eludir a que todo saltase de nuevo por los aires.

Conocía a María lo suficiente como para saber que, si de verdad era mutuo, me esperaría. O, al menos, lo intentaría sin descanso día tras día. No podía condenarla a ello por culpa de mis fantasmas. Tampoco arrojarla al vacío de la indiferencia como había hecho con Gisela.

Aquel viernes, ninguna otra preocupación hizo acto de presencia en mi interior. No envié el mensaje a mi exnovia, no escuché más de cinco o diez minutos de todo el acto y apenas presté atención a las anécdotas que mis amigos tenían para contar ese día.

Como bien decía el vocalista de The Cure: era viernes, estaba enamorado. ¿De verdad existía algo capaz de eclipsar eso?

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora