74. Dancing queen (ABBA)

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MARÍA

Soy una de esas personas que anhelan con tanta ansia su cumpleaños que se pasan los 364 días restantes haciendo cruces en el calendario. Dadas las circunstancias de los últimos meses, sobra decir que ese cosquilleo previo a la tan señalada fecha se incrementó notablemente en el caso de la llegada de mi mayoría de edad.

Mi tendencia a la idealización constante de todo lo que me rodeaba no iba a tener una excepción a la hora de cumplir años. Me emocioné con la llegada de los nueve por ser mi número favorito, de los diez por el paso a los dos dígitos, de los trece por entrar en la adolescencia y de los dieciséis por ser la edad de oro de las protagonistas de todas las películas Disney que devoraba de pequeña. El historial era competitivo, pero estaba segura de que los dieciocho iban a llevarse el premio gordo.

Seguía sintiendo auténtico pánico ante la llegada de la vida adulta, eso era cierto, pero la libertad que se dejaba asomar entre el hueco de aquellas dos cifras pesaba mucho más que cualquier miedo que pudiese atormentarme. Quizás la madurez también era eso: el entender que no hay mejor forma de combatir tus propios demonios que conviviendo con ellos hasta hacerlos sentir insignificantes.

Mi cumpleaños coincidió un miércoles. Cumplir en verano solía dejarme bastante flexibilidad a la hora de organizar la celebración, pero aquel año mis amigos parecían tener las agendas a reventar de compromisos. El seis de julio estaba ocupado para la mayoría, así que me vi moralmente obligada a retrasar la fiesta para el siguiente fin de semana.

- Me da mucha pena no hacer nada el propio día de mi cumpleaños –comenté con David el lunes a través de la ventana.

- ¿Y tu familia?

- Mi hermano trabaja durante toda la semana, así que siempre lo celebramos el domingo siguiente –asintió, como si no supiese qué más decirme, y dejé escapar un suspiro-. Tú tampoco puedes quedar el miércoles, ¿verdad?

- Me encantaría, guindillita, pero tengo un asunto familiar y no creo que sea el momento de tener más conflictos con mi padre.

- No te preocupes –respondí ocultando la decepción-. Lo entiendo.

- Podemos vernos mañana por la tarde, si quieres. Si nos quedamos hasta las doce, estaremos juntos el día de tu cumpleaños, aunque sea tan solo durante unos minutos.

Asentí, porque me parecía una buena forma de remediarlo, y él pasó a buscarme puntualmente a la tarde siguiente. Físicamente estaba como siempre: el pelo rubio oscuro ligeramente revuelto, camiseta estampada sobre unos vaqueros cargo y, cómo no, unas zapatillas demasiado estrambóticas incluso para mí. Sin embargo, había en algo en él que notaba diferente.

- ¿Estás nervioso? –pregunté directamente cuando la puerta del ascensor se cerró a nuestras espaldas.

- Eso debería preguntártelo yo a ti, ¿no crees?

La respuesta no me convenció demasiado, pero la interpreté como una maniobra de evasión y decidí cambiar de tema.

- ¿Qué llevas ahí?

- ¿Esto? –señaló la bolsa que llevaba colgada del hombro y yo asentí ante la evidencia-. Comida. Mucha comida. Hace un día increíble y se me ha ocurrido bajar al río a hacer una especie de... ¿picnic?

- ¡Me encantan los picnics! –exclamé emocionada.

Sus hombros parecieron destensarse un poco y me relajé, imaginado que el motivo de su nerviosismo se debía a la duda de si el plan me agradaría o no.

A ojos ajenos, aquella podía parecer una tarde como otra cualquiera, pero supe reconocer sus esfuerzos para que todo saliese a la perfección: la milimétrica elección de mis dulces preferidos, la manta de cuadros rosas que tantas veces le había dicho que me gustaba al subir a su casa, la ausencia de corteza en todos y cada uno de los pequeños sándwiches que había preparado... Supongo que en ese tipo de detalles era donde residía lo verdaderamente especial de mi relación con David: en la capacidad mutua para hacer de la rutina algo que mereciese la pena recordar.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora