85. Los charcos (Dani Martín)

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DAVID

Si Lipto ocupaba ya un lugar de honor en mi corazón por ser el escenario de mis veranos desde niño, estaba convencido de que tras aquella escapada con María acabaría desempeñando un papel todavía más especial.

No estaba muy seguro acerca del motivo por el que la había invitado a pasar unos días allí conmigo. Si bien estaba decidido a aprovechar al máximo el poco tiempo que nos quedaba juntos (y cuya brevedad ella todavía desconocía), la ofrenda había salido de entre mis labios motivada por un impulso repentino.

Supe que no me había equivocado en cuanto sus ojos ilusionados comenzaron a recorrerlo todo con la impaciencia de una niña en una tienda de caramelos. Cuando invitaba a alguno de mis amigos a pasar unos días conmigo en Lipto, solía avergonzarme al ser consciente de lo mucho que solían impresionar los lujos que la casa albergaba. Era plenamente consciente de la suerte que tenía y de que eran muchas las personas que soñaban con tener una propiedad como aquella. Sin embargo, sus abundantes excentricidades no eran más que el reflejo de la obsesión de mi padre por las buenas apariencias, y nada me hacía sentir más abochornado que el hecho de que pudiesen relacionarme con esa manera de ver la vida.

En cambio (y para sorpresa de nadie), con María no había sido así. Con ella no era el hijo de Isidro Palacios, heredero de uno de los imperios arquitectónicos más importantes del país, ni tampoco el hombre cuyo comportamiento y dedicación profesional debía seguir la estela de perfección que había marcado su padre. Era simplemente David, un chaval de veinte años, imperfecto y desubicado que amaba la música, el fútbol y a su gente. Resultaba sencillo ser yo mismo incluso en un contexto como aquel, rodeado de todo aquello que me hacía creer que era lo que era gracias a mi padre, y me sentía lo suficientemente libre como para no avergonzarme de nada más que de mis propios errores.

"Errores que estás condenado a repetir, una y otra vez".

...

Me desperté sobresaltado cuando el fantasma de la culpabilidad volvió a bailar alrededor de mi subconsciente. Pensamientos intrusivos como aquel llevaban atormentándome desde la noche en la que mi padre había confirmado mi vuelta a la Gran Manzana y su frecuencia iba incrementándose conforme ese regreso iba recortando distancias en el calendario.

Tanteé con la mano en busca de mi teléfono antes de darme cuenta de que no me encontraba en mi cuarto. Anoche, después de pedir unas pizzas y quedarnos hablando hasta las tantas, debimos de quedarnos dormidos en los acolchados sillones de la buhardilla. Recordaba la nítida imagen de María, acurrucada sobre un montón de cojines, antes de cerrar mis propios ojos y caer rendido ante los encantos de Morfeo.

- ¿Guindillita? –pregunté al no verla por ningún lado.

Interpreté el silencio como una respuesta más que suficiente y me levanté para encaminarme escaleras abajo en su búsqueda. Su maleta abierta y revuelta en la habitación de invitados (en la cual ella misma había sugerido quedarse dado el punto en el que nos encontrábamos) me indicó que, al menos, había pasado por allí.

Mi preocupación fue incrementándose progresivamente para acabar desinflándose de golpe al encontrarla sentada en el jardín, con los pies sumergidos en el agua de la piscina y un portátil abierto sobre las rodillas.

- ¡Buenos días!

Su sobresalto la obligó a agarrar con fuerza el ordenador para que este no acabase flotando en el agua.

- ¡Jolín, David! ¡No puedes ir asustando a la gente de esa forma!

- ¡Sólo he dicho buenos días! –reí-. Peor susto me he llevado yo al no encontrarte al despertar. Podías haberme dejado una nota.

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