92. Un planeta llamado nosotros (Maldita Nerea)

10 4 0
                                    

MARÍA

Desde el día en el que lo encontré deambulando junto a la verja, fui plenamente consciente de que la estancia de Cachorro tenía fecha de caducidad. Aun así, no fue fácil asimilar su marcha cuando David me avisó de que había recibido una llamada respondiendo a los anuncios que habíamos colgado por el pueblo.

Insistí en acercarnos personalmente al domicilio de los supuestos dueños para hacerles un chequeo rápido. Más que dudar de su legitimidad, me aterraba pensar que lo hubiesen abandonado en un primer momento o que no pudiesen garantizar unas condiciones seguras para nuestro pequeño amigo. Nos recibió un matrimonio mayor y encantador, que vivía a apenas un par de kilómetros de distancia y que, lejos de lo que pudiese haber ideado mi imaginación peliculera, adoraba a Cachorro.

- Bajamos al pueblo a primera hora para hacer unas compras y, cuando volvimos, ya no estaba. Debimos de dejarnos la puerta abierta –explicó la mujer, que no dudó en invitarnos a unas pastas y un café a modo de recompensa.

- Nuestra sobrina vino a visitarnos ayer y nos enseñó una foto de un cartel que había visto por el pueblo –continuó su marido-. No os hacéis una idea de lo mucho que os agradecemos el haberlo recuperado. Es nuestra única compañía.

No sé si fue a causa de aquella conversación o de la despedida, pero mi humor decayó notablemente a lo largo del día.

David, que también parecía estar un poco más ido de lo habitual, me sugirió pasar la tarde en la playa mientras él resolvía unos asuntos pendientes. No engaño a nadie si digo que no hubiese preferido afrontar la tristeza en su compañía, pero hacía ya tiempo que la soledad había dejado de asustarme. La temperatura no acompañaba demasiado, así que me vestí con una sudadera larga y unas zapatillas altas. En la bolsa de mano: galletas, toalla, crema solar para la cara y el libro que llevaba acompañándome durante todo el viaje.

Mientras me perdía entre palabras ajenas tumbada sobre la humedad de la arena, no podía dejar de pensar en el placer que me producía el leer simplemente por entretenimiento, en lugar de para tratar de suplir la ausencia de compañía. Meses atrás, hubiese sido incapaz de irme sola a pasar la tarde a cualquier lugar. Al menos, por gusto propio. El motivo por el que la soledad me había dado siempre un miedo horrible recaía en que, cuando estaba sola, mi mente tenía total libertad para perderse entre los recovecos más oscuros de mi ansiedad. No había dejado atrás todos mis pensamientos intrusivos, pero al menos sabía ponerles freno cuando era necesario. Estaba aprendiendo a manejarlos, a aceptarlos como una parte de mí. No podía eliminar las voces que a veces acababan con la paz dentro de mi cabeza, pero sí podía conversar con ellas. Hacerles entrar en razón. Saber qué trataban de decirme y convertir las palabras de odio en algo que mereciese la pena escuchar. Al fin y al cabo, al hacerlo, estaba escuchándome también a mí.

David apareció unas pocas horas después, aunque bajo mi percepción la tarde no parecía haber llegado ni a los sesenta minutos completos.

- Siento haberte dejado sola tanto tiempo –dijo en tono preocupado cuando se sentó junto a mí en la toalla.

- No te preocupes –respondí cerrando el libro-. No me he sentido sola en absoluto. ¿Qué tenías que hacer?

No era para nada mi intención, pero el rubor de sus mejillas me hizo sentirme un poco entrometida durante los segundos que tardó en responder:

- Tengo una sorpresa para ti.

Sonreí como una niña emocionada y me lancé sobre él para hacerlo rodar sobre la arena, riendo ante sus protestas. Cuando consiguió zafarse de mí (algo no demasiado laborioso teniendo en cuenta las dimensiones corporales de cada uno), se sacudió la ropa rápidamente y me alentó a hacer lo mismo, alegando que íbamos un poco tarde.

- Tengo que pasar por casa para cambiarme la sudadera –protestó enfurruñado cuando nos adentramos en el acceso y dejamos atrás la playa.

- Pero, ¿y lo divertido que ha sido? –su ceño fruncido me hizo soltar una carcajada-. Vale, perdón. Me he pasado de intensa. ¡Me encantan las sorpresas!

- Es un detalle sin importancia...

- Sólo porque te hayas tomado la molestia de prepararlo, se merece toda la importancia del mundo.

Después de una ducha conjunta (y bastante menos rápida de lo previsto por David) bajamos a toda prisa al garaje, donde un coche que no reconocí nos esperaba aparcado junto a la puerta.

- Podríamos haber ido en el de mi padre, pero este me parecía mucho más apropiado para la ocasión...

Era un Mini blanco y antiguo, que había pertenecido a su abuelo y que, pese a funcionar a la perfección, llevaba acumulando polvo en la cochera situada en uno de los extremos de la finca. El interior estaba lleno de toques de color: los dos únicos asientos estaban tapizados con diferentes tonalidades de marrón, mientras que las alfombrillas para los pies tenían un estampado que simulaba matrículas de diferentes partes del mundo.

- Parece un coche de cuento –murmuré.

- Llevas toda la vida escribiendo historias para los demás. Es hora de que te sientas la protagonista de la tuya propia.

Condujo a velocidad moderada por un camino hasta entonces desconocido para mí, con el mar a nuestros pies. Embelesada por las vistas, me costó separarme de mis propios pensamientos para darme cuenta de que habíamos llegado a nuestro destino.

- Este mirador es un diamante en bruto –comentó-. No es muy conocido por los turistas, pero tiene unas puestas de sol que quitan el aliento. Como siempre buscas inspiración en cosas como esta, he pensado que te gustaría venir ahora que nuestros días aquí rozan el final.

Me desabroché el cinturón para inclinarme sobre él y dejarle un beso en la punta de la nariz a modo de agradecimiento.

- Es maravilloso.

El sol comenzó a caer frente nosotros minutos después, regalándonos un atardecer que, lejos de decepcionarme, incluso consiguió superar las expectativas que había tenido tiempo de imaginar durante la espera. El cielo se vistió de naranja, rosa y rojo, dibujando una imagen que difícilmente podré borrar de la memoria aún con el paso de los años. No tanto por su belleza, sino por ser el broche final de aquellos días de ensueño que tanto había disfrutado.

- ¿Recuerdas lo que te dije la noche en la que nos conocimos? –pregunté antes de que el sol se ocultase completamente tras la cortina que formaba el océano-. Lo de que estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado –él asintió, pensativo, y el nudo de mi garganta se destensó un poco-. Puede que entonces estuviese convencida de ello, pero has conseguido que cambie de opinión con el paso del tiempo.

Sus ojos buscaron los míos y un montón de chispas saltaron a nuestro alrededor. Como aquella noche. Como cada día desde que nuestros caminos se habían unido.

- Me encantaría completar tu teoría y decirte dónde estamos ahora, guindillita, pero la verdad es que no tengo ni la menor idea.

- Yo tampoco. Pero poco importa el lugar cuando lo que sí tengo claro es que por fin estamos en el momento perfecto.

- ¿Para qué?

- Para sentir. Y para ser. Individualmente y en conjunto. Como dos gotas de agua que resbalan por separado, pero que se unen en medio del camino para hacer la travesía un poco más fácil.

Su mirada se empañó un poco antes de arrastrarme hacia él para darme el beso más bonito de toda nuestra historia.

Puede que el final estuviese cerca, pero ningún desenlace opacaría nunca la importancia de disfrutar del tan ansiado momento. Nuestro momento. 

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora