48. Never be alone (Shawn Mendes)

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MARÍA

Sentí la sugerencia de David como una semilla. No seguí su consejo inmediatamente; necesité un tiempo para leerme por dentro y transcribir así mis emociones a palabras. Sin embargo, algo comenzó a germinar a partir de aquella noche. El día en el que conseguí sentarme frente al teclado y, simplemente, dejarme fluir, las palabras volvieron a brotar en el campo de sequía al que había estado acostumbrándome durante las últimas semanas. El ruido de mis dedos deslizándose velozmente sobre las teclas del ordenador se transformó de nuevo en el oasis que siempre había sido y me acompañó durante todos los efímeros huecos que conseguía sacar para hacer las paces con mi faceta más auténtica.

Nunca le enseñé lo que escribía (era demasiado personal hasta para compartirlo con David y su facilidad para desenredarme los nudos emocionales), pero sí lo hice partícipe de la ilusión que todo aquello me despertaba.

Siempre había puesto una gran parte de mí en todas y cada una de mis historias, pero aquello supuso un punto de inflexión en mi manera de entender y hacer uso de mi pasión. Era escupir sobre un puñado de teclas todas las emociones que me había tragado aquellos meses. Deshacerme de la soga que llevaba atada al cuello, echarla a un lado y, simplemente, volver a tomar aire.

Respirar.

...

Si algo aprendí durante aquel proceso de diálogo interior fue la importancia de no dejar morir las cosas que sentimos. Antes de empezar a ir a terapia, me aterraba verbalizar lo que sentía por miedo a que esa sensación que me oprimía el pecho se hiciese más grande, pero, con el tiempo, acabas comprendiendo que es justamente al revés.

Silenciar tus propias emociones es una situación de mierda, pero también fácilmente reconocible para alguien que ha pasado o pasa por lo mismo. Sin saber muy bien por qué, llevaba unos días creyendo percibirla en mi hermano. Apenas pasaba por casa, evitaba pronunciar más de dos palabras a la hora de hablar por teléfono y se mostraba mucho más distante de lo habitual.

Cuando el domingo, después de venir prácticamente obligado por mi madre a comer a casa, hizo amago de marcharse sin haberse comido el postre, comprobé que mis sospechas podían acabar resultando ciertas.

- ¿Puedes llevarme a la gasolinera? –pregunté, reteniéndolo-. Quería comprar algo de fiambre para hacer pizza casera esta noche.

Mi madre, que también llevaba varios días preocupada y tenía todas sus esperanzas puestas en mi capacidad de persuasión, pilló mis intenciones al vuelo y secundó la afirmación, ahogando así las protestas de Miguel.

- ¿Has arreglado la radio? –pregunté cuando nos subimos a la furgoneta. No se separaba de ella ni siquiera los domingos.

- Sí, claro –puso una emisora aleatoria para demostrármelo antes de comenzar nuestro rumbo a la gasolinera-. ¿Tanto tiempo hace que no te llevo en la furgo?

Asentí con la cabeza. Era mi momento.

- El día que fuimos a cenar viniste a buscarme a casa y bajamos caminando. No te has dejado ver mucho más últimamente –tensó un poco la mandíbula y no respondió-. ¿Sabes? He empezado a escribir algo nuevo.

- ¿Lo ves? Seguimos siendo el cerebro y la cara bonita –bromeó-. ¿De qué va?

- No lo tengo muy claro. Es un ejercicio para soltar todas las cosas que me callo para mí.

- Haré el esfuerzo de leerlo si te animas a enseñármelo algún día.

Teniendo en cuenta que no había leído un libro desde Los tres cerditos, aquella era una de las cosas más bonitas que me había dicho en la vida.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora