12. Cómo te atreves (Morat)

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MARÍA

Todos me dicen que tengo tendencia a idealizar demasiado las cosas. Al principio, si lo miras así por encima, no es algo que parezca suponer un problema demasiado grande. Idealizar no es el fin del mundo y la verdad es que yo me lo paso pipa imaginándome situaciones que podrían sucederme en el futuro, (supongo que las ideas que se me ocurren para mis historias tienen que salir de algún sitio). Sin embargo, el golpe que te llevas cuando se te cae la venda de los ojos y ves que al final las cosas no son como tú querías es bastante potente. Y doloroso. Bastante doloroso también.

Durante la adolescencia me llevé más porrazos de este estilo de los que me gustaría y, aunque con el paso del tiempo intentaba cada vez con más frecuencia el no provocarlos, lo cierto es que no podía evitar que las ilusiones saliesen de dentro de mí a borbotones, como una cascada de arcoíris letal.

Así me iba.

Había idealizado mi primera conversación con David Palacios cientos de miles de veces. Podría haber sido chocando en la salida del instituto, cruzándonos en la entrada del supermercado a la hora de comprar el pan o coincidiendo en alguna de las ocasiones en las que venía a ver a mis tíos abuelos paternos, los que por aquel entonces eran sus vecinos de abajo. Podría haberse producido de muchas maneras, pero no. Acababa de ser allí, ahora, una madrugada de finales de enero en el portal de mi nuevo hogar. Nos habíamos caído al suelo, me había parecido un borde y nos habíamos enzarzado en un pequeño debate sin ganador claro. Quién se lo iba a decir a la María de hacía unos años.

Me habían gustado muchos chicos a lo largo de mi vida: un niño con el que me peleaba siempre en el patio del colegio, mis compañeros de mesa de primero y tercero de la ESO, el hijo de una vieja amiga de mi madre e incluso Guille, a los tres años, poco antes de descubrir que funcionábamos mejor como mejores amigos. Si a esa cantidad definida de nombres le sumábamos todos los chicos que me habían atraído en lugares esporádicos, (en la fila para entrar a un concierto o en la cola del probador de un centro comercial, por ejemplo), el resultado era una lista variada y casi interminable. Sin embargo, como es de suponer, había nombres que pesaban más que otros y si tuviese que ordenarlos por ello no tendría dudas de quién ocuparía el primer puesto. Te daré una pista: tenía los ojos de color miel, el pelo rubio oscuro y acababa de placarlo al salir del ascensor.

Bingo. David Palacios había sido el amor platónico cuyo nombre había permanecido en la lista, (con marcadores fosforitos y dibujos de corazoncitos), desde el principio de mi adolescencia, cuando a mis amigas empezó a interesarles el "ambiente" de los partidos de fútbol del equipo municipal y lo vi jugar por primera vez. Desde entonces, me había pasado el resto de mis años de instituto suspirando por cada nuevo detalle que conocía, rezando por una mirada, un gesto, por cruzarme con él durante algún intercambio de clase. En ningún momento pasó de ahí y, aunque nunca había sido defensora del amor a primera vista, no podía dejar de estremecerme si lo veía cerca.

Cuando supe que íbamos a mudarnos al piso de abajo, apenas me importó. Por lo que sabía, él se había marchado hacía dos años a estudiar fuera del país. Había tenido tiempo de sobras para madurar y dejar de lado aquella fantasía adolescente.

Nunca habíamos intercambiado ni un par de palabras. No tenía ningún sentido.

- ¿Estás bien?

Itzan interrumpió mis pensamientos al acariciarme el brazo con gesto preocupado. La puerta del portal se había cerrado detrás de mí hacía ya un buen rato y ni siquiera me había molestado en decir nada.

- Sí, genial.

No nos conocíamos. No iba a pasar nada. Aquello ya estaba superado.

- ¿Vamos, entonces? –volvió a preguntar tendiéndome la mano.

Sabía que ahora estaba con Itzan, que probablemente David solo estaba de paso y no volvería a cruzarme con él, que todo estaba bien. Sin embargo, antes de agarrar su mano y echar a correr calle abajo, no pude evitar sacar el teléfono y enviar un mensaje al grupo de WhatsApp que compartía con Ámbar, Guille, Blanca y, hasta hacía unos pocos días, Salma.

María:

Código rojo. David ha vuelto.

El momento perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora