Capítulo 3: En la mansión de Chicago

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Alejó de su mente aquellos inquietantes pensamientos:

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Alejó de su mente aquellos inquietantes pensamientos:

"Confío en él, es estúpido dejarme llevar por primera impresiones. Albert es un adulto y por fuerza se ha de relacionar con otras personas. El hecho de que sea una mujer hermosa no tiene por qué alterarme de este modo...

De esta manera, Candy recobró la compostura y ya más tranquila se dirigió hacia la residencia de los Ardlay.

Majestuosa, con cuidados y amplios jardines, la inmensa mansión Ardlay nunca dejaba de impresionarla. Subió las escalinatas.

En vez de tocar el picaporte, optó por pulsar la tecla de un extraño dispositivo, que iba conectado a un cable. Una cascada de alegres campanadas sonó a la entrada de la mansión. Y Candy se estremeció. Le recordaba de alguna manera a las notas de la cajita de música que le había regalado su amigo Stair cuando vino a despedirla en la estación de tren de Chicago aquella mañana temprano.

La puerta se abrió y un mayordomo le dio la bienvenida. La muchacha trataba de ocultar su emoción. Aquella casa, siempre la impresionaba. Pero también le traía malos recuerdos.

Recordó cómo la había expulsado de la casa la tía Elroy sin más miramientos pese a estar enferma de cuerpo y alma después de su dramática separación de Terence. Había sido tan cruel.

Todavía podía sentir sus ojos acusadores y fríos. Para la tía Elroy Candy era la causante de todas las desgracias que habían golpeado a la familia Ardlay, pues no sólo Stair estaba de voluntario en el frente, sino que por aquella época William estaba en paradero desconocido.

¿Qué habría dicho la tía de saber que en realidad William estaba viviendo con ella en la Magnolia? Echaba de menos aquellos alegres momentos compartidos con él ¿Cómo podía haber pasado ya tanto tiempo desde aquello? Pronto cumpliría dieciocho años y se sentía diferente.

Aquella mansión era luminosa, los amplios ventanales dejaban pasar la luz de la mañana. En el techo había enormes arañas de cristal de bohemia. Y en donde quiera que mirara, había costosas pinturas colgadas en la pared. El suelo de mármol de Carrara estaba cubierto por preciosas alfombras persas. Pesados cortinajes de terciopelo color burdeos colgaban de los ventanales. Refinados muebles de caoba y mármol adornaban el recibidor.

Candy, todavía se sentía intimidada por aquel esplendor. El mayordomo, una vez hubo entregado el equipaje a una de las doncellas, la acompañó a la enorme biblioteca donde Albert la esperaba.

Llevaba puesto un elegante traje de chaqueta negra con camisa blanca y corbata de seda. Candy sintió que quería lanzarse a sus brazos, con la misma confianza de siempre. Pero algo la mantenía pegada al suelo. El corazón le pesaba en el pecho. Los rayos de luz primaveral se colaban por los ventanales de la amplia estancia. Innumerables tomos de libros se acumulaban tras los armarios acristalados de la biblioteca familiar. ¿Cuántas horas se habría pasado el joven William estudiando en ese lugar?

Había una enorme mesa de nogal, con intricadas tallas de nudos celtas en las patas. Algunos ejemplares abiertos, descansaban encima de la misma. También vio algunas hojas manuscritas sueltas que el joven se apresuró a guardar en una carpeta de cuero. La muchacha encontraba a Albert deslumbrante. Su pelo a la luz de la mañana tomaba un hermoso matiz dorado y sus ojos profundos la miraban con intensidad. Se levantó del asiento y con decisión se acercó a ella. Candy sintió una oleada de emociones en el estómago, le ardía la cara. Quería tocarlo, que las cálidas manos del joven volviesen a tocar su rostro, que le acariciasen suavemente los cabellos.

Y, sin embargo, todo esto se desvaneció cuando comprendió que él, de nuevo le estaba ocultando secretos de su vida. Aquella hermosa mujer ¿Qué relación tenía con él? ¿Le daría también el mismo consuelo que a ella? En el aire, todavía flotaba un leve olor a esencia de rosas. El perfume de ella.

—Candy, te esperaba. Es magnífico que ya estés aquí. Espero que hayas tenido un buen viaje— Albert le sonreía abiertamente.

En ese momento, toda su angustia se disipó y Candy lo saludó tan efusivamente como de costumbre. Tenía que reconocer que le encantaba estar cerca de él. Sin embargo, le faltó valor para preguntar a cerca de la hermosa desconocida. No podía cumplir con su palabra y hacerle partícipe de sus dudas y temores. Así que se lo guardó para sí misma.

—Oye, Albert. Me he fijado que en la entrada hay instalado un timbre que me recuerda mucho a los inventos de Stair. Su melodía, aunque más corta tiene las mismas notas musicales que la cajita que me regaló en la estación de Chicago.

Una sombra de tristeza cruzó el rostro del joven.

—Así, es Candy. Lo arreglé yo mismo y lo instalé como un homenaje póstumo a mi sobrino. ¿Sabes? hubiese dado lo que fuera por haberme podido presentar ante él como su tío. Ni si quiera pude acudir al funeral porque aún no me había presentado oficialmente como cabeza de familia y mi presencia allí lo único que iba a provocar era suspicacias y rumores. Pero quiero pensar que, de alguna manera, él lo sabía. Lo que me consuela es que durante nuestra convivencia en La Magnolia no nos privamos de pasar muy buenos momentos juntos, realmente pude llegar a conocerle y reconocer en él a un amigo. Y todo gracias a ti, Candy— la miraba con intensidad.

—Albert...—Candy tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Candy tenía los ojos llenos de lágrimas

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Más allá del hilo rojo [Libro 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora