Boston, otoño 1916.
Ellie Wilkins agonizada en un camastro en el hogar para pobres de la cuidad. Había mandado llamar a un ayudante del sheriff. Sentía que su hora estaba próxima y quería aliviar su conciencia antes de morir. No quería llamar a un cura, porque hacía tiempo que creía que el Señor la había abandonado y quería que las autoridades supieran que ella era la responsable de haber cometido un delito, un delito contra una criatura inocente, contra personas que sólo la habían tratado con generosidad y consideración. Porque ella no había olvidado a los Bennet. Ni lo que les había hecho.
La tuberculosis hacía tiempo que había consumido su cuerpo. Las ojeras, las mejillas demacradas, su cuerpo consumido por la enfermedad eran todo lo que quedaba de ella. No quedaba nada de su hermosura, ni lozanía. Sólo el color de sus ojos, de un extraordinario color ámbar ahora vidriosos dejaban entrever algo de su antiguo esplendor, de su antigua belleza.
Tenía los labios resecos y el joven agente de la ley que estaba al lado de su camastro le acercó un vaso de agua cuando se lo pidió. Entonces ella habló, habló de la mala vida que había llevado tras su huida a Boston. De sus intentos por conseguir abrirse camino en la vida. De sus trabajos precarios y mal pagados en casas de escaso renombre y reputación. Nunca llegó a conseguir tener la misma estabilidad que en la casa de los Bennet a quienes había correspondido tan ingratamente a cambio de su amabilidad y confianza. Ellie les había correspondido con mezquindad, crueldad y despecho.
Siempre se había arrepentido de haberse dejado llevar por sus malos sentimientos. La suerte no le había vuelto a sonreír después de aquel nefasto episodio, después de haberles robado y huir con su hija. El dinero obtenido tras haber empeñado el broche de esmeraldas de Alma Bennet a penas le había durado unos pocos años. Pero nunca había sido suficiente para poder montar un negocio mínimamente rentable. Para independizarse, para dejar de trabajar para otros. Y sus supuestos amigos de Boston, sólo habían mirado por sus propios intereses.
La belleza y su juventud se habían ido con el paso de los años. Veía por los muelles a numerosas prostitutas apostadas buscando clientes. Ella se dijo que aquello sería la última opción. Pero el destino era caprichoso.
Harta de ganar lo mínimo, en una ocasión mientras limpiaba uno de los cuartos de una elegante casa su jefa le propuso trabajar para ella. Ellie no lo sabía aún, pero aquél era el mejor prostíbulo de la cuidad. Aceptó sin dudarlo. Y pronto ya había empezado a ganar mucho dinero. La vida era buena y empezó a gastar el dinero en hermosos vestidos, en perfumes, en joyas que antes no se podía permitir.
Los clientes la agasajaban con flores y regalos. Pero no todo era oro, también tenía que pagar un precio. La madame se llevaba un jugoso porcentaje a cambio de su trabajo. Y a veces no le quedaba más remedio que complacer a clientes con gustos muy dudosos. Pero ella debido a su fama, podía acceder o no a realizar lo que le demandaban.
Sin embargo, aquello no duró siempre. Y otras prostitutas más jóvenes y hermosas fueron ocupando su lugar. Y ella fue degradándose, apagándose poco a poco. Hasta que la enfermedad la atrapó. En aquellos momentos, pensó que el diablo había venido a reclamar su alma. Que aquel era el precio que tenía que pagar por haber arruinado la vida de
una niña inocente.Así fue cómo empezó su descenso a los infiernos. Muchas veces no podía dormir. Para alejar los remordimientos de lo que había hecho empezó a fumar opio, a beber absenta para poder anestesiar sus sentidos y poder complacer a los muchos clientes que todavía requerían de sus servicios y pagaban buenas sumas para estar con ella. Pues tenía fama entre los acaudalados hombres de negocios que muchas veces solicitaban sus servicios.
Pudo sobrevivir, pudo ganarse bien la vida. Pero su cuerpo acabó pagando el precio de sus excesos. Y en aquellos momentos de oscuridad, entre los vapores del alcohol y las drogas era cuando la veía a ella. Cuando veía a Marie, la niña que había arrebatado a sus padres. Ella se le aparecía en los delirios provocados por el consumo de estupefacientes. Constantemente veía sus bracitos regordetes, su sonrisa inocente. Sus increíbles y bellos ojos.
— ¿Quién es Marie? — le preguntó el Marc Anderson, el joven ayudante del sheriff al que habían asignado aquella tarea por casualidad. Era novato y tampoco hubo nadie más dispuesto a aceptarla.
—Es...era la niña que cuidaba en la casa de los Bennet, en Minnesota, en Saint Paul. Era tan hermosa como un ángel. Y yo, yo le robé su vida... yo le robé su vida...— sollozaba entre toses y convulsiones.
La mujer tragó saliva y dirigió una mirada desolada al joven. Marc Anderson sintió compasión por ella. Era todavía joven para morir. Se sentía impotente, porque no había nada que pudiera hacer por ella. Sólo escucharla. Era absurdo detener a una moribunda.
—Ahora Dios me ha castigado. Me muero, lo sé. Por eso, antes de que el Diablo me lleve quiero confesarle un delito. Un horrible delito que cometí hace dieciocho años. — Dijo la mujer con la voz rasgada. Le costaba respirar. Empezó a toser y la sangre fluyó por las comisuras de sus labios agrietados.
Marc sintió lástima. Le dio una pieza de tela para que se limpiara. Ella lo agradeció, manchas carmesíes de sangre tiñeron el lino del pañuelo. Y continuó hablando a duras penas entre toses, que se hacían más y más intensas. Ella había dejado a la niña en el Hogar de Pony con el único propósito de castigar a Adam Bennet tras haberla rechazado. Ahora entendía que él estaba enamorado de Alma. Ahora entendía su error y rogaba a Dios que la perdonaran.
Empezó a toser de nuevo, convulsivamente, y pronto dejo de respirar. El joven agente de la ley le cerró piadosamente los ojos que se habían quedado abiertos, fijos en él. Y murmuró una oración por su alma.
Georges Millers también fue mudo testigo de la agonía de la que fuera niñera de los Bennet. No pudo evitar compadecerse de ella. En sus manos tenía un antiguo cartel de búsqueda donde ella misma y una niña pequeña aparecían retratadas por los trazos ágiles y definidos de un retratista de la oficina del sheriff de Minnesota. Estaba fechado en mayo de 1897, la fecha de su desaparición.
Definitivamente, era ella pese a que estaba significativamente desmejorada. Georges pudo apreciar que había sido extraordinariamente bella. En aquella habitación, en su lecho de muerte yacía la mujer que había secuestrado a Marie Bennet hacía dieciocho años. Ella era aquella persona desalmada que había arrancado a una niña inocente de los brazos de su familia y la había llevado escondida en una humilde cesta de mimbre hasta el Hogar de Pony.
Había tenido el valor de dejarla allí, con personas ajenas a su entorno familiar. Aunque reconocía que había acertado en la elección del orfanato ya que apreciaba a la Hermana Lane y a la Señorita Pony, Georges, huérfano desde muy niño, sintió una intensa emoción. Casi la odió por lo que le había hecho a la criatura. Sin embargo, acabó por compadecer a la mujer que allí yacía sin vida. Aquella muerte, había sido sin duda un cruel castigo.
Aquel cuerpo consumido por la tisis iba a ser incinerado. Ninguna morgue iba a hacerse cargo de él. Nadie lloraría en el funeral de Ellie Wilkings y sus cenizas serían esparcidas al viento en un camposanto cualquiera. Junto con los restos de muchos otros muertos anónimos víctimas inocentes o no de las vicisitudes de la vida.
Georges había dado con la identidad de una de las dos niñas que fueron dejadas y recogidas en el orfanato el mismo día. El Sr. William ciertamente estaría muy satisfecho con los resultados de sus pesquisas. Ahora sólo necesitaba confirmar su identidad y para ello, Vanessa podría ayudarlo. Necesitaba a Vanessa...bien sabía Dios que sí.
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Más allá del hilo rojo [Libro 1]
FanfictionCandice White Ardlay está viviendo un sueño: luego de ser adoptada y descubrir la identidad secreta de su príncipe de la colina está trabajando de enfermera en la clínica que Albert construyó para ella y el Doctor Martin. También ayuda a la Srta. P...