Candice White Ardlay está viviendo un sueño: luego de ser adoptada y descubrir la identidad secreta de su príncipe de la colina está trabajando de enfermera en la clínica que Albert construyó para ella y el Doctor Martin. También ayuda a la Srta. P...
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Sí, él la comprendía. El joven se acercó a ella la abrazó con fuerza y ella lloró en sus brazos por Stair, por la crueldad de la guerra y por todos los que como ellos habían perdido a sus seres queridos en un conflicto bélico. La pequeña y valiente Candy dejaba otra vez al descubierto su dolor, un dolor infinito que ambos compartían.
Se apartó de él intentado sobreponerse.
—He echado a perder tu camisa, lo siento —murmuró.
Los ojos le ardían y también fue consciente de los fuertes músculos que se adivinaban bajo la ropa, su perfume. EL corazón del joven latía con fuerza abrumado por la tristeza y el dolor.
Y Candy lo sintió como suyo, pero también, identificó otra emoción muy distinta: fuerte, arrolladora. No podía apartar la mirada de su rostro. Entre sus brazos se sentía protegida, infinitamente feliz. Pero sin embargo, el recuerdo de esa otra mujer... ¿Quién era aquella pelirroja? Era de la misma edad que Albert y seguro que tenían mucho más en común que una jovenzuela once años menor y que encima era su hija adoptiva.
Candy contrariada, se apartó de Albert y trató de poner en orden sus sentimientos:
" Él es mayor que tú y sin duda tiene más mundo. Siempre te ha protegido y se ha portado como un caballero. ¿Qué es lo que te pasa, Candy? ¿Acaso has perdido el juicio? No tienes ni idea de sus sentimientos y acaso cometerías la mayor equivocación de tu vida. Lo sucedido en la colina de Pony ya no tiene la menor importancia...
Se mordió los labios.
Los ojos de Albert parecieron traspasarla, adivinando quizá sus pensamientos.
Y él la miró largamente.
Sí, era hermosa, demasiado bella para ser real. El precioso vestido de seda verde esmeralda que le había enviado al Hogar de Pony como regalo se ajustaba perfectamente a su talle. Se adivinaban sus formas tras la exquisita tela bordada. Lo había hecho traer especialmente para ella de París. Candy, sencilla como siempre, llevaba al cuello la cruz de la Señorita Pony y el broche de plata que él había perdido en la colina de Pony.
Aquellos ojos verdes, del color de las esmeraldas, lo desconcertaban profundamente. Tenían la cualidad de consolarlo, de tranquilizarlo, aunque en aquellos momentos estaba sintiendo otra cosa muy distinta. Ella sin duda no era consciente del impacto que estaba teniendo sobre su persona.
"Candy....", pensó.
Luego se tocó la zona de la camisa que la joven había humedecido con sus lágrimas y sonrió:
—Bueno, no importa. Además, es un regalo de la tía Elroy —le guiñó un ojo y Candy no pudo evitar la risa.
Las carcajadas de ambos llenaron la estancia. En realidad, al joven, le importaba bien poco la prenda. Lo único que quería era escucharla reír de nuevo.
—Vamos, tal y como te prometí te tengo una sorpresa — sus ojos brillaban.
El rostro de la muchacha se iluminó de pronto. Ya no quedaba rastro alguno de otro sentimiento que no fuera alegría y expectación.
Albert la guió hasta una habitación especial. Abrió la puerta y la joven enmudeció de asombro. Estaba toda pintada en verde menta, los marcos de la ventana eran blancos y los muebles tenían el perfume de la madera recién pulimentada. La muchacha pasó la mano por la suave superficie. Eran preciosos y le pareció estar de nuevo en la cabaña del bosque en Lakewood.
Los tres días pasados con él antes de que su compromiso con Neal fuese anulado, antes de que el propio William se presentase en la fiesta que nunca tuvo lugar volvieron a su mente. Sintió cómo la calidez y la dulzura de estar juntos de aquellos tiempos le devolvía la confianza y sosegaba su espíritu.
—Los hice yo mismo, en Lakewood. ¿Qué te parecen, Candy? — Albert no disimulaba cierto orgullo en la voz.
La joven estaba emocionada. Encontraba encantadora aquella habitación, más acogedora que ninguna otra en la mansión. Lo cierto era que sentía aversión por la habitación de invitados porque recordaba muy bien cómo la tía Elroy la había humillado y expulsado de malas maneras pese a tener fiebre.
—Oh, Albert. En realidad, ya no voy a querer hospedarme más en la habitación de invitados. ¿Podría quedarme aquí? —el joven estaba conmovido.
—Claro que sí, tonta. Se trata de uno de tus regalos. No lo olvides—su voz era dulce pero firme.
Nada en sus ojos revelaba lo que había estado a punto de ocurrir en la biblioteca, tan sólo unos instantes antes.
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