Candice White Ardlay está viviendo un sueño: luego de ser adoptada y descubrir la identidad secreta de su príncipe de la colina está trabajando de enfermera en la clínica que Albert construyó para ella y el Doctor Martin. También ayuda a la Srta. P...
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Danny Carson, aguardaba en el callejón. Su jefe le había ordenado que vigilara los movimientos de una chica llamada Candy White Ardlay. Tenía órdenes de saber en todo momento dónde estaba. Ignoraba el interés que podía tener aquella muchacha, pero él cumplía. El chico era rápido y se movía con sigilo en las callejuelas de Chicago. Tenía suerte, el trabajo era sencillo y la paga buena. Su padre no podía mantener a toda la familia, su madre trabajaba haciendo camisas para la fábrica de los Mc Bride y él era el mayor de ocho hermanos. Necesitaban el dinero.
Se acomodó la raída gorra y miró hacia la ventana que estaba iluminada por una lámpara. Podía ver las siluetas de varias personas en el interior. Escuchó el ruido de unos neumáticos y vio que de un elegante coche se bajaba un hombre joven con prisa. Era rubio y bien parecido. ¿Quién diablos sería? Por su caro abrigo oscuro parecía un ricachón. Sacó un estuche del bolsillo, lo miró largamente y después se lo guardó.
Luego recordó que su jefe le había hablado de que la chica era hija adoptiva de un tal William Albert Ardlay. ¿Sería aquel tipo? ¿Y qué demonios había venido a hacer allí a aquellas horas? La paga era mejor si traía información sobre ese hombre, así que se frotó las manos. Su madre se iba a poner muy contenta. Su padre se gastaba el sueldo en bebida y solía llegar borracho a casa. Pero aquella noche, cenarían. El chico se escondió para que no lo viera y decidió salir corriendo a toda velocidad para contarle al jefe las novedades. Ellos sabrían que hacer...
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—Buenas tardes. Disculpad que me presente a estas horas, pero es absolutamente necesario que hable con Candy.— Dijo el joven nada más le abrieron la puerta.
—Por supuesto, estás en tu casa. Adelante, Albert — dijo Clarice con una sonrisa.
—También he traído esto— añadió enseñando el pasaje para Escocia que le había comprado a Gilbert.— No creí que fuera correcto dejar al margen al joven hermano de Candy.
La aludida estaba riéndose a mandíbula batiente con su tío Ben en la cocina. Albert no podía verla, porque la enorme figura del heredero del conde de Argyll le tapaba la vista. La rubia cabeza de la chica se giró de lado y su risa se le quedó congelada en la cara. Tenía las comisuras de los labios manchadas de chocolate. Albert le sonrió y ella se lo quedó mirando de hito en hito.
Después de haber leído su carta, creyó que ya no lo iba a ver más. Y ahora lo tenía allí delante...tan tranquilo. Era absolutamente exasperante. No había cambiado nada.
Sintió cómo la indignación se adueñaba de ella.
—Ven conmigo, por favor— exigió ella llevándolo de las solapas del abrigo para alejarlo de las miradas divertidas y suspicaces que les estaban dirigiendo sus familiares.
—¿A dónde me llevas, Candy? — preguntó Albert confundido.
— A un lugar donde podamos hablar...—Repuso ella furiosa.
Albert observó que lo llevaba hacia la salida de incendios. Aquella idea no le gustaba, pero la joven no parecía atender a razones. Él, que la conocía, se dejó conducir hacia el lugar que ella había escogido.
—Bien...ahora dime ¿Qué significa eso de que renuncias a ser mi tutor? ¿He hecho algo que te haya molestado a ti o a tu familia?
— No, por favor. No me malinterpretes. No has hecho nada en absoluto.
—Entonces ¿Cuál es la verdadera razón? Dímelo aquí mismo. Porque no me trago eso de y cito textualmente de tu carta: " ... es la mejor solución para tu bienestar ", no cuela.
—Lo que te he dicho...
— No...dímelo a la cara— insistió ella acercándose a él.
Albert podía oler su perfume. Cerró los ojos intentando mantener la calma, luego los abrió.
Suspiró resignado y le dijo:
—Para protegerte, Candy. Si llegara a pasarte algo malo...yo...yo...
Albert la miró intensamente. El aire nocturno despeinaba sus cabellos. Veía el brillo de sus ojos fijos en él. Luego reparó en el estuche que contenía la joya que aún mantenía en el bolsillo de su abrigo. Suspiró y se lo entregó.
Antes de que ella lo llegara a abrir escuchó un rumor y distinguió varias siluetas apostadas en la esquina. No era posible... ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? . En aquel lugar estaban ofreciendo un blanco fácil. Los secuaces de Mc Bride parecían estar aguardando órdenes, agazapados en las sombras.
— Vamos, Candy. Vayamos adentro, aquí no estamos seguros.— Aseguró tomándola de la mano.
Una vez dentro del apartamento de su madre, Candy se soltó y le preguntó nerviosa:
—¿Qué está sucediendo, Albert?
Ben y Clarice estaban observando la escena preocupados. Pero no dijeron nada. Albert les agradeció su discreción e intentando transmitir una seguridad que estaba lejos de sentir le dijo:
—Nada de lo que yo no me pueda ocupar. Por favor, no os mováis de aquí...Volveré pronto. Es una promesa— aseguró mirando a unos atribulados Clarice y Ben que no sabían muy bien lo que estaba pasando.
—No...no te v...— dijo Candy intentando detenerlo.
—Al diablo con todo...— interrumpió Albert tomándola por sorpresa y besándola apasionadamente.
Candy soltó el estuche de la impresión y éste se abrió volcando su contenido. Un tintineo metálico resonó sobre el suelo hidráulico de mosaico de la sala.
—Te he dicho que volveré...— dijo el joven antes de desaparecer por la puerta de la calle, hacia la oscuridad.
— No...—gimió ella sintiendo cómo la preocupación y el miedo la invadían.
Pero Albert siempre había sido así: fuerte y valiente.
Nada podía detenerlo ¿Quién podría? luego miró hacia donde había caído el objeto. Conteniendo el aliento, comprobó que se trataba de una antigua y exquisita joya. La recogió con delicadeza y se le llenaron los ojos de lágrimas. Era una sortija con una enorme esmeralda engarzada en oro.
Su madre y su tío acudieron a su lado.
— Dios mío...— dijo su madre llevándose las manos a la boca.
—Cielo Santo, menudo pedrusco...— murmuró con admiración su tío Ben.
Cuando con dedos temblorosos se puso el anillo, la esmeralda refulgió con un brillo sobrenatural en su dedo anular. Le venía un poco grande, pero era preciosa...
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