Capítulo 33: Un romántico vals

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— ¿Por qué lloras pequeña?

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— ¿Por qué lloras pequeña? ...— preguntó de pronto una voz que Candy conocía muy bien.

Allí mismo, en el jardín estaba el mismísimo Albert. Se había desanudado el lazo de la pajarita y Candy vio que la expresión de sus ojos era seria.  Se acercó a ella y  enjuagó con suavidad sus lágrimas, como tantas veces había hecho. Candy sintió la calidez de sus manos, otra vez...

Cerró los ojos. 


Y  luego lo observó largamente, sin saber muy bien qué decir.

Desde el interior de la mansión sonaron las notas de un vals. Candy recordó que aquella melodía ya la había bailado antes.

Suspiró, dejándose llevar por los recuerdos.

— Así que la recuerdas...— dijo aproximándose a ella. 

La observó a la luz mortecina de la tarde. Soplaba una brisa templada que olía a otoño. En aquellos tiempos, hacía ya varios años William había organizado una cacería del zorro para presentar a su hija adoptiva a la familia y recordó con dolor cómo  durante la partida de caza había perdido a su sobrino Anthony:  lo único que le quedaba de su hermana.

Su expresión se llenó de tristeza. Sin embargo, el consuelo de tenerla tan cerca le bastó para aliviar ese dolor profundo. Debía dejarlo ir. Sus ojos, húmedos por las lágrimas no derramadas brillaron a la luz del atardecer.

Una Candy irresistible, estaba allí ante él. Podría quedarse una eternidad mirándola, hechizado por su embrujo.

La muchacha cerraba los ojos. Reconocía aquella dulce melodía que había bailado con Anthony hacía ya tanto tiempo allí mismo y también  la había bailado con Terry durante el Festival de mayo en el Saint Paul School. Los recuerdos eran dispares. Dulces y amargos...dos amores perdidos, dos amores distintos y aquella hermosa melodía de nuevo acariciando sus oídos.

Sus pies empezaron a seguir el ritmo de la música y Candy estaba hermosa.

Llevaba un precioso vestido color burdeos que acentuaba sus curvas y que favorecía el color de su cabello. La doncella se lo había recogido con un sencillo tocado de flores y dejado al aire algunos bucles que la brisa del atardecer mecía suavemente. 

Albert sintió que se le cortaba el aliento. Candy tomó un rizo entre los dedos y empezó a tararear la melodía. Sus ojos brillaban. Ella no era consciente de su propia belleza, pero su cabello suelto y sus interrogantes ojos esmeraldas lo estaban hechizando.

— ¿Me concedes este vals...? — le preguntó con voz profunda.

Y ella aceptó. 

Candy sintió cómo el peso de la pena se fue aligerando. Reconoció en William a su príncipe amado. Su dorado cabello le caía sobre la frente, sus dulces ojos azules buscaban los de ella, sus hermosas manos la guiaban con gentileza. Era tal y como había soñado de niña, aquella vez en casa de los Lagan cuando había cogido el hermoso vestido de Eliza y se había imaginado a sí misma bailando con él.  Quería que el vals  no se terminara nunca. Para Candy, todo estaba bien en aquellos momentos, no existían las dudas, ni el temor.

Más allá del hilo rojo [Libro 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora