Capítulo 24: Una reunión en la clínica del Dr. Martin

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Nueva Clínica Feliz del Dr

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Nueva Clínica Feliz del Dr. Donald D. Martin. Michigan, junio 1915.

El doctor Donald Martin estaba contento. Aquella mañana todo estaba saliendo a pedir de boca: el hombre tenía la carta que había recibido hacía unos días. William Albert Ardlay hacía tiempo que le había prometido un nuevo ayudante para poder aliviarlo con la carga de trabajo y según le indicaba tenía pensado presentarlos él mismo, en persona. La Clínica Feliz crecía en popularidad y tanto él como Candy ya no podían atender a los pacientes de manera adecuada. Habían contratado a una joven asistente para ayudarlos con la recepción y organización de los pacientes. Candy, aunque era una enfermera estupenda, debido a la afluencia de enfermos que había últimamente no daban abasto. Ellos eran la única clínica del pueblo. Además, estaba preocupado porque estaban empezando a darse casos de tisis y él no tenía posibilidad alguna de tratar su enfermedad. La tuberculosis, mortal casi de necesidad había estado sembrando la desgracia en muchas de las familias de los granjeros locales. En algunos de los casos más severos sabía que era cuestión de tiempo que los pacientes acabasen por escupir trozos de pulmón en los últimos episodios de la enfermedad y de morir sin remedio. El Doctor sabía que era contagiosa y Albert le había provisto de material adecuado de protección, así como mascarillas y guantes.

Eran unas medidas bastante novedosas que el veterano doctor había aceptado con entusiasmo. Candy, sorprendida de los conocimientos del propio Albert aplaudió sin reservas su decisión. Aquello les iba a proteger de futuros contagios, además les había provisto de una solución hidro alcohólica para las manos de su propia creación y que había dejado aún más sorprendida a la muchacha. En ese punto, compartió con el Doctor Martin que se parecía mucho a su sobrino Stair. Y aquello dejó pensativo al buen hombre.

También su benefactor había dispuesto para ellos una cuenta en una de las mejores farmacias de Chicago y podían hacerse con los medicamentos que si bien no servían para acabar con la infección, sí que ayudaban a mejorar la calidad de vida de sus pacientes. La responsable de la botica, la señora Dana B. Marborough era una farmacéutica amable y simpática que había hecho muy buenas migas con el buen doctor. Además de muy guapa.

El Sr Scott Archer amigo y socio del Sr William era un hombre de treinta y nueve años de aspecto agradable y complexión fuerte. Su cabello rizado oscuro había encanecido prematuramente y tenía vivos ojos verdes que cambiaban de tonalidad con la luz: desde un tono oscuro a un intenso esmeralda.

Vestía un distinguido traje de chaqueta de color camel, chaleco, corbata de seda color burdeos y un elegante abrigo negro. Era tan alto como el propio Albert y de aspecto mucho más fornido que su joven socio. Entre ellos había muy buena sintonía y se llevaban francamente bien. Archer respetaba a William por la pericia que demostraba en los negocios. Sabía de su fama de excéntrico, lo que no dejaba de añadirle un punto a su favor. Había sufrido en sus propias carnes lo que significaba pensar de manera diferente. Recordaba el precio que había tenido que pagar cuando aceptó el matrimonio concertado por su padre tras perder a su amor y sintió que alguien libre de prejuicios como William A. Ardlay bien merecía su respeto. Habían venido con Georges en el elegante coche negro de la familia Ardlay. Aquella insólita mañana, el propio Albert vestido con un impoluto y sobrio traje negro, Scott y un jovenzuelo de apenas quince años vestido con un traje de tweed inglés y una gorra a juego, se presentaron ante la puerta de la Clínica del Doctor Martin mientras él estaba tomando el café de la mañana. Frío, como de costumbre, aunque no le importaba. Le faltaba un buen chorrito de whisky, aunque recordó que aún Candy guardaba la llave del armario donde estaban las botellas

Albert los presentó. Y el Doctor Martin se quedó mirando fijamente al muchacho. Este se encontraba totalmente descolocado, había palidecido y sujetaba sus rotas gafas con las manos. Miraba a su padre, de hito en hito intentado comprender su situación, incrédulo. ¿No lo iría a dejar allí con aquellos pueblerinos? ¿Qué se supone que iba a hacer allí con aquella gente? ¿Dónde iba a dormir? La respuesta le llegaría momentos después por boca de su padre.

—Gilbert, mi hijo, quiere estudiar medicina. Me gustaría pedirle el favor de que le aceptase como su aprendiz. —Le pidió educadamente Scott Archer al Dr. Martin.

—Pero papá...— objetó el chico, enrojeciendo de indignación.

—¡Cállate, Gilbert! No te lo voy a repetir más veces.— Regañó su padre a punto de perder la paciencia.

Albert mantenía cruzados los brazos bajo el pecho. Observaba en silencio la escena, sonreía. No así sus intensos ojos azules, que miraban al muchacho con una mal disimulada severidad. El doctor Martin evaluó al muchacho y por alguna extraña razón le pareció familiar. Quiso no obstante objetar algo a su admisión porque había detectado la rebeldía en su expresión y su lenguaje corporal lo alertó de que le iba a traer problemas. Sin embargo, lo aceptó cuando vio la expresión de Albert. Sabía que debía hacerlo. Se lo debía. Además, teniendo a Candy como su enfermera estaba seguro de que aquel muchacho aprendería. No tenía escapatoria. Se rio por lo bajo, pobrecillo no imaginaba lo que se le venía encima. Ya estaba empezando a compadecerse de aquel refinado y rebelde muchacho.

—Bienvenido, Gilbert. — Le dijo el doctor Martin tendiéndole la mano.

El joven le dio la mano con reticencia. Torció el gesto cuando el buen hombre le estrechó la mano y lo acompañó para enseñarle la clínica. Mientras, a corta distancia le seguían Albert y un más que satisfecho Sr. Archer.

Sin embargo, el joven Gilbert Archer sintió como si el mundo se le hubiese caído encima.

¿Y quién demonios era aquella Candy de la que tanto hablaba el doctor? Odiaba a su padre por lo que le estaba haciendo, por lo que le había hecho.

¿Y quién demonios era aquella Candy de la que tanto hablaba el doctor? Odiaba a su padre por lo que le estaba haciendo, por lo que le había hecho

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Más allá del hilo rojo [Libro 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora