Candice White Ardlay está viviendo un sueño: luego de ser adoptada y descubrir la identidad secreta de su príncipe de la colina está trabajando de enfermera en la clínica que Albert construyó para ella y el Doctor Martin. También ayuda a la Srta. P...
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Albert se sentía desfallecer. El dolor por la separación inminente de Candy le había afectado. Estaba en la biblioteca y había pedido no ser molestado. Lakewood siempre constituía para él su refugio. Finalmente, la suerte de Candy había cambiado. Él se sentía responsable de su seguridad, velaba por ella, como siempre lo había hecho. Y sobre todo debía hacerlo en aquellos momentos inciertos, cuando había tanto mal acechando.
Nunca había sido capaz de odiar a nadie — ni si quiera a los Lagan—pero lo que le habían hecho a Vanessa había despertado en su interior un profundo sentimiento de odio. Era liberador dejarse llevar por esa intensa emoción. Albert sentía dentro de sí la energía liberadora de la rabia y el rencor. Tenía ganas de romperle la cabeza a Arthur y aunque tenía poder suficiente como para contratar a gente que podría hacer el trabajo sucio y hacerlo desaparecer, él era un hombre honesto. De caer en esa dinámica, ya nunca volvería a ser el mismo y se convertiría en algo muy parecido a Mc Bride, sólo que mucho peor. La influencia y el poder de los Ardlay era muy conocida en todos los ámbitos, tanto empresariales, como políticos. Sólo de pensar en esa posibilidad, le hacía sentir incómodo. Nunca mancharía la memoria de su padre, ni de su clan cayendo en algo tan bajo como la venganza y el odio a un semejante — aunque fuese el más despreciable de todos —. Para William aquello era una pérdida de tiempo.
Así, el entrenamiento en artes marciales al que le había sometido desde bien joven Georges también había servido para disciplinar su mente. En esos momentos de desesperación y zozobra, Albert encontraba solaz en la naturaleza. Para él mirar los amplios jardines desde el enorme ventanal acristalado de la mansión era suficiente para calmarse. Se acordaba de las tardes que pasaba con su hermana antes de que la enfermedad se la llevara y también se acordaba de la vez que Candy vino a su encuentro para pedirle ayuda.
Tenía tanto que agradecerle a Georges.
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Su joven pupila estaba deslumbrante aquél día pese a la angustia que había en sus ojos esmeralda. Y cómo se disipó ésta en cuanto hablaron— William sonrió al recordar—. Era tan sencillo hablar con ella. Cuando finalmente él pudo revelarle su identidad sintió como si un enorme peso se le hubiese quitado de encima. Aún la recordaba con su vestido de rayas, sus lágrimas de agradecimiento y aquellas palabras tan conmovedoras y sinceras que le habían hecho ruborizarse.