El valle de los muertos III

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Pov Henry Douglas

Las estrechas callejuelas de la Necrópolis llamada "La Ciudad de las luces" hacían honor a su nombre con una vasta iluminación, hasta ocho farolas; por cada cuadra alumbraban a ambos lados de la banqueta, sus llamas perenes eran constantemente alimentadas por sus mechas empapadas en combustible y protegidas por sus respectivos quinques.

En el interior de las casas, la iluminación no mermaba sin importar que este sitio no contara con energía eléctrica, desde el exterior se podían apreciar entre las cortinas a medio abrir los candelabros que colgaban de los tejados y los porta velas colocados sobre las mesas con cada una de las velas encendidas.

Después del recorrido espectral y en tramos escalofriante, que había tenido que realizar para llegar aquí, me sorprendió encontrarme con una Ciudad que más allá; de parecer sacada del siglo XVIII, hasta el momento no me había dado esa cara siniestra tan particular que se había encargado de provocarme vuelcos inesperados en el corazón con sabor a infartos, incluso antes, de poner un pie en las playas del Valle de los muertos. Aunque no por ello bajaría la guardia, menos ahora que estábamos tan próximos a nuestro objetivo.

Caminaba al lado de Antón, Boly andaba unos cuantos pasos adelante de nosotros olfateando cada esquina, columna o rincón que llamara su atención.

—Ya estamos cerca, Henry —susurro Antón con seriedad.

Atravesamos por debajo del arco de piedra volcánica, llegando al canal de aguas turbias del que me había estado hablando, el que nos llevaría al centro de reunión predilecto de las cegadoras, un sitio que frecuentaban en sus tiempos de ocio y donde podríamos encontrar al devorador de recuerdos. Descendimos por unas escalinatas y abordamos una barcaza propiedad de Antón, oculté a Boly debajo de uno de los asientos cubriéndolo con una manta negra, no sabía a ciencia cierta a que nos enfrentaríamos y no quería exponer al canino, tomé asiento de frente a Antón y zarpamos, el canal estaba rodeado por casas, edificios y algunos locales comerciales que se encontraban abiertos, este era un lugar de actividad nocturno no cabía duda.

El canal se ampliaba conforme avanzábamos, desde las calles transversales, hechas canales donde el agua espesa como aceite quemado nos rodeaba y otras barcazas se nos unían navegando con parsimonia hacia nuestra misma dirección

«Este es un sitio de acceso restringido únicamente para las cegadoras, nadie debe advertir que eres un alma humana o nos convertiremos en el blanco de todos ellos», recordé la advertencia de Antón.

Pasé saliva y me mantuve rígido, un nerviosismo alcanzó a rozar mi abdomen con la intención de instalarse en la boca de mi estómago e invadirme de temor en el momento que nos vi rodeados por una cantidad considerable de cegadoras en navegando, saqué todo el valor que tenía del fondo de mi corazón y extraje cualquier tipo de vacilación, ellas no me habían percibido, ahora dependía de mí, que continuara de ese modo, siguieron avanzando enfiladas e inspiré más tranquilo al ver que comenzaron a detener su andar frente al edificio que cerraba el camino, era un sitio lúgubre, inundado en una oscuridad dolosa y de apariencia derruida, era como estar mirando el vestigio de lo que sobrevivió de una construcción abatida por una guerra.

Atrancamos unos metros atrás resguardados debajo de un puente, escondidos en una zona desprovista de luz, mi visibilidad era limitada, una rendija entre el espacio que dejaba mi capucha cubriéndome hasta la mitad de la nariz y lo poco que podía elevar el rostro sin ser descubierto, aunque en este callejón sin salida la atención de todas las cegadoras estaba fija en esos muros, sobre los huecos donde alguna vez hubo ventanas.

Antes de poderle preguntar a Antón que era exactamente lo que esperábamos que sucediera, las aguas a nuestro alrededor comenzaron a moverse, al mismo tiempo que en el marco principal de la puerta me pareció ver una silueta asomándose.

La cuna II parteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora