Capítulo cincuenta y nueve

507 91 19
                                    

Llegué a una calle ubicada a unas cuadras de la casa de Brendon y la de Pete. Esa era la zona residencial más segura del pueblo y también la más lujosa.

Miré la patrulla del oficial estacionada frente a una de las casas y me acerqué hasta él. Toqué la ventana del auto para que me abriera la puerta y pudiera entrar.

― Buenos días, oficial ―lo saludé.

― Buenos días, Josh. ¿Debería preocuparme por aprender a alguien? ―preguntó viendo mi mejilla.

― No... me caí de la patineta ―mentí―. ¿Así que esta es la casa?

― Sí, esta es ―ambos miramos la fachada y luego los papeles que dejó en mis manos―. Es obvio que no se me está permitido llevar a un adolescente conmigo a realizar una investigación, así que no lo solicité.

― ¿Esto es ilegal? ―sonreí abriendo bien los ojos.

― Ya sé que no me llevaría el premio al oficial del año ―sonrió―. Si queremos hacer esto y que todo salga bien, debemos ser convincentes. Así que el día de hoy yo seré el oficial autorizado encargado del caso y tú, un practicante. ¿Entendido? ―volteó a verme― Por Dios, chico, ¿quieres dejar de sonreír y poner atención?

― Sí, lo siento ―asentí riendo―, es que estoy muy emocionado.

― Va a ser un largo día.

Terminé de colocarme la chaqueta que el oficial me había dado y la gorra, ahora lucía como uno también, bueno, casi.

Tocamos la puerta y esperamos en la entrada. Una mujer delgada de unos cuarenta años nos recibió. Sus ojos eran tan verdes como el mandil que portaba y su piel resplandecia ante la luz.

― Hola, oficiales ―nos saludó―. ¿Puedo ayudarles en algo?

― Buenos días, señora Anderson. Soy el oficial Schmidt y este es mi compañero y oficial practicante...

― Holmes ―respondí―. Jordan Holmes.

La señora Anderson nos observó confundida y el oficial Schmidt me miró con unos ojos de asesino.

― Sí, bueno, estamos aquí porque hemos estado dando seguimiento al caso de la desaparición de su hija y los otros jóvenes ―explicó―. Queremos hablar con usted sobre nuestros avances y hacerle unas preguntas, si está de acuerdo.

― Por supuesto ―respondió esperanzada―. Pasen, por favor, le avisaré a mi esposo.
― Gracias, señora Anderson ―dijo el oficial y la perdimos de vista cuando salió por la puerta trasera―. Andando, Sherlock.

Pasamos dentro de la casa y observamos el lugar. La casa era bastante acogedora, los muros estaban construidos de madera al igual que el suelo, habían rosas frescas descansando en un jarrón sobre la mesa del comedor y por lo menos una decena de fotografías adornando el librero de la sala.

Saludamos al padre de Vanesa cuando llegó a reunirse con nosotros. Era alto y su cabello grisáceo delataba su edad al igual que las pequeñas arrugas en mas comisuras de sus ojos. Tomamos asiento en un sofá el oficial y yo, y ellos en otro.

― Como saben, en dos semanas se cumplen cuatro meses de la desaparición de Vanesa ―comenzó el oficial―. Comprendo que eso es mucho tiempo sin ver a su hija y sin tener noticias de ella, el dolor que deben de estar sintiendo es inimaginable, pero quiero que sepan que no hemos la hemos olvidado ni a ustedes. Estamos trabajando en encontrarla y a los otros chicos, pero sin pistas suficientes es muy difícil, por eso necesito hacerles unas preguntas y que me respondan con la verdad. Es crucial que sean completamente sinceros y que no dejen fuera ningún detalle, ¿de acuerdo?

― Sí, oficial ―respondió la mujer tomando la mano de su marido.

― Tengo entendido que Vanesa padece de Lupus. ¿Es correcto ese dato?

― Así es, oficial ―respondió la madre.

― ¿Cuándo fue diagnosticada y qué tratamientos recibió?

― Fue diagnosticada hace siete meses por los doctores de una clínica de la ciudad ―dijo el Padre―. Nosotros no queríamos alarmar a Vanesa si los resultados habían salido erróneos, pensamos que había sido una equivocación, así que la llevamos con un doctor muy conocido en Londres, sólo para reiterar lo que nos habían dicho antes: que nuestra niña padecía de un Lupus avanzado.

― El doctor nos ofreció dar seguimiento a su enfermedad a base de medicamentos experimentales, pero era demasiado caro y no podíamos pagarlo ―siguió la madre―. Vera, está casa es lo único que tenemos, fue herencia de mi difunta abuela. No somos personas de dinero, mi esposo era el único que tenía empleo y hace unos años fue despedido.

Levanté la vista del cuaderno de notas y los miré. Lucían completamente devastados. Un nudo se formó en mi garganta.

― Regresamos a casa, pero sabíamos que no podíamos dejar a nuestra princesa así ―continuó el señor Anderson―. Entonces vendimos el auto y con lo poco que nos dieron a cambio fuimos al único lugar de la ciudad donde podrían atenderla, el Hospital Middlewood.

El bolígrafo se me cayó de la mano.

― ¿El Hospital Middlewood que queda a en los límites del Estado? ―preguntó el oficial para corroborar.

― Ese mismo ―afirmó la madre―. Sabíamos que su costo tampoco era muy accesible, pero teníamos la esperanza de que pudiéramos conseguir algún trato con ellos al explicar nuestra situación, y afortunadamente así fue. Aceptaron revisar a Vanesa y darle seguimiento a un precio menor que el de Londres como parte de un programa de ayuda que estaban implementando.

― Ella mejoró notablemente durante las primeras semanas de haber iniciado ―sonrió su padre―. Se veía alegre, fuerte y llena de vida, realmente estaba funcionando y mi esposa y yo no podíamos estar más agradecidos con los doctores. Entonces, de un día para otro comenzó a comportarse diferente.

― ¿A qué se refiere? ―quiso saber el oficial.

― Estaba triste todo el tiempo, lloraba en su habitación hasta quedarse dormida y no quería salir ―explicó la madre―. Al principio pensamos que se debía a algún problema en la escuela del que no quería contarnos, entonces ella dejó de asistir, y una mañana, de la nada, no volvimos a saber de ella.

La señora Anderson rompió en llanto buscando consuelo entre los brazos de su esposo, quien nos pidió disculpas.

El oficial Schmidt volvió su vista a los papeles que tenía en mano y anotó algunas cosas. Una sensación de asfixia y remordimiento recorrió mi cuerpo, quería decirles que había conocido a su hija y ella se encontraba con vida, pero no podía, me tomarían por loco o se lo contarían a alguien más y yo no podía correr ese riesgo.

Les pedí usar su baño y me indicaron donde se encontraba. Lave mi rostro con agua fría y me quedé un momento en silencio tratando de despejar mis pensamientos. Al salir miré una puerta blanca, la única que estaba cerrada, y decidí echar un vistazo.

La abrí lentamente y, al verificar que no había nadie viéndome, entré. Era una habitación pintada de un verde oscuro, con alfombra rosa cubriendo el suelo y una colcha negra sobre la cama. En el tocador habían productos de belleza y a un lado un armario lleno de ropa en su mayoría negra. El nombre de Vanesa pintado con marcador brillaba sobre el póster de una artista que no conocía.

Debí saberlo, la decoración encajaba con su forma autoritaria y desinteresada de ser. Me sentí extraño husmeando en una habitación ajena, y más porque se trataba de la de una chica, así que salí de inmediato.

― ¿Qué estás haciendo?

Slowtown | JoshlerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora