Capítulo 75

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José Luis estuvo a punto de perder los estribos, pero no iba a dejar que ella y sus berrinches lo volvieran loco. Lo primero era llevarla a un lugar seguro y luego podría dar rienda suelta a su frustración. Respiró hondo y habló de nuevo, esta vez en un tono más autoritario, sin espacio para réplicas.

– ¡Entra ya, Altagracia!

Pero la rubia no era una mujer que se dejara amedrentar por un hombre, y menos uno que la ponía tan nerviosa.

– ¿No puedes al menos decirme a dónde vamos? No pienso entrar si no me dices. – le espetó. Aunque algo en la voz del empresario le advertía que no hacía bien en seguir molestándolo, no le importaba comportarse como adolescente rebelde.

– Si no entras, me veré obligado a cargarte. – dijo José Luis entre dientes. Esperaba en Dios que eso fuera suficiente para hacerla entrar en razón.

Y supo que había surtido efecto cuando vio la cara de espanto que puso Altagracia.

La rubia se estremeció solo de pensar en estar tan cerca de él. Pudo aguantar a duras penas que la agarrara de la mano, ¿qué sería de ella si la tuviera contra su cuerpo?

Sin decir otra palabra, se subió en el asiento del copiloto y José Luis contuvo una sonrisa al verla toda sofocada por el enojo. Nueva vez confirmaba que se veía más preciosa que nunca cuando se molestaba.

– ¿Podrías dejar de ser tan desconfiada? – le preguntó, ignorando la hipocresía en sus palabras.

Ella se limitó a cruzar los brazos nuevamente, intentando no explotar. ¿Cómo se atrevía él a hablar de desconfianza?

Él, el que la acusó de ponerle el cuerno. Él, el que no creyó en ella.

El empresario se sentó al volante y puso en marcha la camioneta, conduciendo por el sendero sin asfaltar. El silencio se hizo presente por unos largos minutos y, cuando ya no pudo más con la tensión, decidió que sería prudente explicarle parte del plan. Razonó que, si fuera él, reaccionaría de la misma manera. Más aun conociendo a Altagracia, quien necesitaba tener las cosas bajo control en todo momento.

– Vamos a Querétaro. ¿Contenta? – le preguntó, sin mirarla.

Silencio.

El empresario hizo una mueca de irritación. Aunque no podía culparla por tener esa actitud.

– Altagracia, sé que no estás contenta con este... arreglo, pero tendrás que confiar en mí. Por lo menos hasta que logremos dar con los culpables. Pero hasta que eso pase, te vas a tener que aguantar.

Silencio.

José Luis resopló con resignación. Si no quería dirigirle la palabra, no iba a obligarla. Tal vez era mejor que se mantuviera callada en vez de que le gritara groserías.

Sin embargo, luego de media hora, estaba a punto de rogarle que dijera algo, lo que sea, aunque fuera para insultarlo. 

Y como si le leyera la mente, ella habló.

– ¿Cómo pretendes que confíe en ti cuando ni siquiera me has contado tus planes?

– ¿Crees que te conocí ayer? Estoy seguro de que hubieras buscado cualquier pretexto para escabullirte de mí.

Altagracia se quedó callada. Por más que quisiera negarlo, él tenía razón. Su mente no paraba de buscar maneras de escaparse de su presencia. La intranquilizaba con tan solo estar sentada a su lado.

José Luis le lanzó otra mirada inquisitiva. No por primera vez deseó que dejara de estar siempre a la defensiva. Pero notó que ella se relajaba ligeramente y dirigía la mirada hacia la ventana del pasajero, rehuyendo de su escrutinio.

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