Capítulo 10

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Altagracia Sandoval

Le agradeció al mesero mientras él se llevaba la vajilla correspondiente al plato principal. Ya que había saciado su hambre, no estaba segura de pedir el postre, pero Navarrete insistió. Un gusto al año no hace daño, había dicho.

Estaba absorta acomodando la servilleta en su regazo, pensando en que realmente la estaba pasado bien cuando levantó su mirada y chocó con los ojos inquisidores de él. Sintió como el rubor teñía sus mejillas. No sé que le pasaba esta noche. Quería culpar a las dos copas de vino que había tomado durante la cena, pero en el fondo sabía que era una excusa barata. Altagracia estaba acostumbrada a beber cosas más fuertes.

La verdadera culpa la tenía ese hombre que la estaba observando como si él fuera un cazador y ella un animal exótico. Debería sentirse incómoda porque ella siempre había sido la loba, no la oveja mansa que no sabe lo que le espera. Pero, al contrario, se sentía intrigada. Tenía curiosidad de a donde quería llegar Navarrete con todo esto.

Por fin se cansó de darle vueltas al asunto y, mirándolo fijamente, le increpó:

– Todavía no me has dicho por qué querías cenar conmigo. Ya que estás seguro de que no saldré despavorida, cuéntame qué te traes entre manos.

Tomó su copa de vino y le dio un largo sorbo. Ya esta sería su tercera, pero la necesitaba para tranquilizarse. Navarrete la hacía sentirse inquieta. Durante los años en que lo tuvo de adversario, había sido fácil dominarlo. Pero ahora, sentados uno al frente del otro, era imposible descifrarlo.

– Quizás solo tenía ganas de ponerme al día con una vieja conocida. – le respondió, ladeando la cabeza ligeramente.

Altagracia no pudo evitar poner sus ojos en blanco.

– Por Dios Navarrete, a mi no me vas a ver la cara de pendeja. Podré haber perdido todo en México, pero cuento con otros... contactos, y no dudaré en usarlos de ser necesario. Acepté la invitación porque me picaste el interés y debo admitir que ha servido para distraerme. Pero no pretendamos que querías cenar conmigo solo para charlar.

– Tienes razón – replicó, acomodándose en la silla y acercándose a ella. Su mirada brillaba con picardía y la hizo tragar saliva. Se sentía embriagada de todo: el ambiente en el restaurante, el vino... su presencia. La atmósfera se cargó de tensión y Altagracia tuvo el impulso de hacerle una propuesta indecente.

Ese pensamiento la alarmó.

– ¿Sabes qué? Mejor dejamos el postre para otro día. Haré que carguen la cena a mi habitación. – dijo precipitadamente, mientras trataba de llamar al mesero para pedir la cuenta. Debía salir lo más rápido posible antes de que cometiera un error. Navarrete era una complicación que no necesitaba agregar a su vida.

De pronto, se estremeció al sentir como una mano cubría la suya. El roce era ligero, pero aun así, no podía dar crédito a la excitación que la embargó. Sabía que, si lo miraba a la cara, estaría perdida.

Así que lo hizo. 

Se mantuvieron ahí durante lo que pareció una eternidad. Altagracia tuvo miedo de moverse, de romper el hechizo donde se habían perdido los dos. Hasta que Navarrete dijo muy bajito:

– Podemos ir al bar que hay arriba.

Altagracia no sabía cómo sentirse, si aliviada o decepcionada. Definitivamente, esta noche había sido una montaña rusa de sensaciones. Era como si fuera una adolescente en su primera cita y no la mujer de mundo que realmente era. No sabía qué le deparaba el resto de la velada, pero decidió arriesgarse.

– Vamos. Pero una sola copa y me voy.

Navarrete esbozó una de esas sonrisas que le había dedicado durante toda la noche y Altagracia trató de ignorar su pulso desbocado. Pero cómo iba a hacerlo si él la ayudó a levantarse, tomándola de la mano y colocándola delicadamente en su antebrazo, enviando miles de señales por toda su piel. 

Sintió los músculos bien trabajados debajo de la tela del traje e hizo un esfuerzo por no apretarlo. La sorprendió que un hombre tan ocupado tuviera tiempo de entrenar, y se preguntó cómo era que no se había dado cuenta de esto antes. 

Pero más que nada, era dolorosamente consciente de su olor: una mezcla entre perfume caro y una esencia varonil, muy suya.

La situación se hizo casi insoportable cuando entraron en el elevador. No sabía como se veía en el exterior, pero toda ella estaba hecha un manojo de nervios. Estaba tan ocupada en disimular que ni siquiera se dio cuenta cuando Navarrete ingresó una tarjeta en el panel de control y presionó el botón del último piso.

Altagracia estaba pensando en qué pretexto dar para retirarse cuando las puertas se abrieron y se encontraron en un recibidor hermosamente decorado. Por un momento, Altagracia se separó de él mientras admiraba los muebles exquisitos y las obras de arte que adornaban el espacio. Pero... estaba vacío. Solo estaban ellos dos.

Cuando se volteó, Navarrete estaba muy cerca... demasiado cerca. Tuvo que levantar un poco la cara para mirarlo a los ojos. El corazón se le quería salir del pecho, pero de alguna manera pudo fingir estar lo suficientemente calmada para decir:

– ¿Qué bar es este? Dijiste que estaba en la azotea. – entornó los ojos. En ese momento, mirando esa media sonrisa que la estaba volviendo loca, aceptó que él se había salido con la suya. Y pensó que no había manera más dulce de perder.

– ¿Azotea? – rió Navarrete mientras negaba con la cabeza. – Lamento la confusión, me refería a este bar. El de mi suite.

Ambos sabían que él no lo lamentaba en lo más mínimo.

Y ambos decidieron que les importaba un carajo las consecuencias que esto pudiera traerles, fundiéndose en un beso que amenazaba con consumirlos en ese justo momento.  

  

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