Capítulo 6

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Altagracia Sandoval

Las ansias la estaban comiendo viva. Pero debía respirar profundo. Lo peor había pasado.

Después de su recuperación en Cuba, más lenta de lo que le hubiera gustado, Matamoros y ella pudieron tomar un vuelo a Francia. Ambos habían recibido nuevos documentos de identidad y nadie los había reconocido. Pero claro, no llevaba su usual peluca pelirroja, sino que se había teñido el pelo de rubio. Encontraba su nuevo nombre, Olivia Jacques, de lo más coqueto.

De eso se trataba, de empezar desde cero.

Mujer precavida vale por dos, y Altagracia lo era de más. Pudo disponer de los fondos que almacenaba en paraísos fiscales, como Suiza. Con eso se habían mantenido durante esos ocho meses. Y podrían hacerlo por mucho tiempo más. De algo tenía que servir haber sido una de las mujeres más poderosas de México.

Mientras se encontraban sentados en el Café de Flore, Altagracia pensó en todo lo que había dejado atrás. Su empresa, su familia... el personaje de La Doña que la había protegido todos estos años. Finalmente podía decir que estaba libre de esa opresión en el pecho que la había acompañado desde esa fatídica noche donde perdió a sus padres.

Pero ahora tenía una sensación de desazón distinta. Pensaba que había hecho lo correcto al huir de Veracruz y permitir que Mónica fuera feliz con Saúl. El dolor que su traición le había causado ya era casi inexistente. No desapareció por completo, seguía ahí como una espinita que se le clavaba en el pecho, apretando unas veces más que otras. Pero podría vivir con eso. Miró a Matamoros y este, sin ella mencionar una palabra, supo en qué estaba pensando.

– Doña, digo... Altagracia, argh, ¡Olivia! – exclamó con pena, mirando nervioso a su alrededor. El pobre no se había adaptado aún a su cambio de nombre. –  Usted hizo lo mejor que pudo por Mónica. Bueno, dadas las circunstancias, no tenía opción. Ahora, lo de la llamada a Saúl...

– Tranquilo, aquí nadie sabe quiénes somos. Y por favor, Matamoros... –sonrió cuando se dio cuenta de su error. – Ehm, Manuel, sé que no debí alertar a Saúl de que estaba viva, pero no podía permitir que siguiera buscándome. Él debe encargarse de que mi hija sea feliz. No me interesa nada más. Y ahora será libre de hacerlo.

– No lo sé, doña. Conoce cómo es. ¿Cómo está tan segura de que no le dirá a Mónica?

– Exactamente porque lo conozco. Él sabe que le haría mucho daño si le dice la verdad. Saúl podrá ser un imbécil, un estúpido, un necio, un... bueno, me entiendes. Podrá ser todo eso y más, pero la verdad es que tiene buenas intenciones. Él siempre hace lo correcto.

Altagracia bajó la mirada hacia su café au lait, dándole vuelta a la taza entre sus dedos. Una ola de nostalgia la invadió. Al conocer al 'Licenciadito' por primera vez, intentó ignorar todo lo que le hizo sentir. Sus ojos la recorrieron como habían hecho cientos de hombres antes que él. Sin embargo, su cuerpo experimentó lo que no había sentido en casi dos décadas.

Deseo.

Algo tan simple, tan básico para el resto de las personas. Pero no para ella. Había jurado que esa parte de su ser había muerto para nunca volver. Por eso estuvo a punto de perder el control, como cada vez que estaba cerca de él.

Y sabía que él sentía lo mismo. Pero Saúl ya no existía para ella. Y así viviría su vida: habiendo conocido el amor, pero sin tenerlo nunca más.

De repente oyó una voz conocida, una voz que la llamaba por su verdadero nombre.

– ¡Altagracia, ¿eres tú?!

Giró su cabeza en la dirección de donde venía la voz y casi se ríe al ver que Matamoros se encontraba entre el hombre y ella, en modo protector. Por más que le dijera que ya no trabajaba como su guardaespaldas, Matamoros no dejaba las viejas costumbres.

Si se encontraran en cualquier otro sitio, Altagracia estaría hiperventilando. Pero en Francia a nadie le importaba lo que hiciera el otro. Los comensales ignoraron el alboroto.

– Manuel, tranquilo.

Al Matamoros moverse para ocupar su silla nuevamente, lo divisó. Tenía tanto tiempo sin verlo, no entendía cómo la había reconocido. Él, desde luego seguía igual de guapo.

– Trygve, cariño. Qué sorpresa tú en París. Pensaba que pocas veces venías por acá. – dijo, mientras lo invitaba con un gesto a sentarse y le daba un beso en cada mejilla. Tal vez aun no había superado a Saúl del todo, pero al menos ya los hombres no le daban asco. Trygve había sido una experiencia maravillosa. No tenía pensado repetirla, pero se sentía muy tentada.

– Es increíble. Pensé que... que... – dijo, mirándola fijamente.

– Sí, lo sé. No quisiera hablar de los detalles de mi... salida de México. – hizo una mueca de incomodidad. Si Trygve era tan "digno de confianza" como indicaba su nombre, sabría que no debía mencionar nada más relacionado a ese tema.

– No, claro, claro. Perdona, pero es que... nunca pensé que te vería, y menos aquí. – y le dedicó una sonrisa que derretiría a cualquier mujer de carne y hueso. A ella, sin embargo, no la afectó como hubiera querido. No obstante, reconocía que algo era mejor que nada.

– Y cuéntame, ¿andas haciendo turismo? –  respondió con una sonrisa igual de deslumbrante.

Tal vez si Altagracia no hubiera estado tan absorta en esa conversación, se habría dado cuenta de que alguien en una de las mesas contiguas también la había reconocido. Alguien que había sido su enemigo durante muchos años en México. Alguien que luego de su desaparición, se había apoderado de lo que fuera la Constructora Sandoval y todas las propiedades que le habían pertenecido. Alguien que la estaba mirando muy atentamente, fijándose en los cambios que había hecho a su imagen. Alguien que ya no la consideraba una adversaria, sino otra cosa mucho más peligrosa...

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