Capítulo 20

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Mónica Hernández

La vida le daba golpe tras golpe. Mónica no sabía cuántos más podría aguantar. Siempre conseguía mantenerse positiva a pesar de todos los obstáculos que se le habían presentado, que no eran pocos.

No obstante nacer como producto de una violación y ser rechazada por su madre, tuvo que crecer muy rápido al ser criada por un alcohólico. Para sobrevivir, necesitó dejar de ser niña a muy corta edad y cuidar de su padre como si fuera una adulta. Luego vino la enfermedad de Lázaro, y los problemas no cesaron cuando llegaron a la ciudad de México buscándole cura. El destino estaba escrito que ahí conocería a su madre... Y que se enamorarían del mismo hombre.

Todavía le daba rabia pensar en todo lo que había pasado entre ellas. Cómo habían peleado por el amor de Saúl. La enfermaba que cuando al fin había encontrado a Altagracia, su mamá, ni siquiera habían podido tener una relación de madre e hija antes de que ella desapareciera en el mar.

Sin embargo, después de eso aún pensaba que podría ser feliz. Porque si algo había aprendido de Altagracia era que quedarse clavada en el pasado destruía. Te destruía en cuerpo y alma. Te llenaba de resentimiento y odio. Un odio que te consumía y que solo cargabas tú. Por eso había decidido seguir adelante, enfocarse en ser feliz al lado de Saúl. Eso tampoco había durado. Y ahora... esto

No podía creerlo cuando Adolfo les dio el diagnóstico de leucemia. No podía ser que después de pasar tantas precariedades, la mala suerte cayera de nuevo sobre ella. Y encima de todo, debía afrontarlo sola. Cierto, tenía a su tía Regina, su prima Isabella, la gente de la vecindad, al mismo Adolfo... Hasta Saúl se había mantenido rondando para ayudar. Pero en estos momentos, lo único que quería era llorar y pedir por su mamá.

Aunque sabía que eso no podía ser... A Altagracia se la había llevado el mar para nunca volver. Muchas veces se imaginaba que seguía viva y que la cuidaba desde lejos. Pero esas eran puras ilusiones de esa niña que nunca tuvo el amor de su madre.

Debía mantenerse fuerte, no solo por ella sino por toda la gente que se preocupaba por su bienestar. No quería preocuparlos con su angustia. Debía hacerles creer que estaba llena de esperanza, cuando la verdad era que se le estaban acabando las ganas de luchar. El sufrimiento había sido su compañero eterno y ahora... Ahora no sabía cómo se iba a reponer de esta desgracia.

Adolfo le había explicado el procedimiento que iban a seguir. Lo primero era conseguir un donante. Lamentablemente, ninguna de las personas que se habían examinado era compatible. Él le había dicho que era normal en esos casos, solo el 30% de las personas eran compatibles con su familia. Pero Mónica no quería escuchar de probabilidades. Parecía que solo un milagro podría salvarla.

Estaba recostada en la cama del hospital,  cansada y con todos estos pensamientos en su mente, mientras Regina estaba sentada a su lado. Desde que habían recibido la noticia, no hacía más que investigar en internet, buscando alguna solución milagrosa que la sanara inmediatamente. Mónica sabía que mantenerse ocupada le hacía bien y por eso le permitía pensar que su aporte era valioso.

Mónica suspiró y siguió ojeando la revista que tenía en su regazo. Lo hacía por pura inercia, realmente no estaba poniendo atención. Entonces escuchó un toquecito en la puerta y acto seguido, entró Saúl en la habitación. Continuó fingiendo que estaba ocupada mientras Regina y él intercambiaban unas palabras de saludo.

– ... del paradero de Altagracia y... – se había enfocado en no oír nada de su conversación, estaba cansada del Saúl que pretendía resolverlo todo. Pero escuchó ese nombre y no pudo evitar reaccionar a él.

– ¿La encontraron? – dijo, ilusionada, aunque honestamente, no sabía qué esperar, ni cómo se sentiría al saber la respuesta, pero le urgía saber qué había pasado.

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