Capítulo 28

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No eres compatible.

El mundo se le venía abajo. Altagracia se sintió mareada y tuvo que apoyarse de una pared que tenía cerca para no desplomarse. Rechazó la ayuda de Adolfo cuando trató de llevarla a una silla cercana. No podía sentarse y aceptar sin más que no podía salvar a Mónica.

– Estoy bien, Adolfo... Por mi no te preocupes, pero... por favor no le digas a Mónica, ¿sí? Quiero hacerlo yo misma.

– De acuerdo, Altagracia. Sin embargo, te informo que de inmediato tendremos que buscar otras opciones para el tratamien... – sabía que Adolfo estaba hablando, pero Altagracia no pudo oír más.

Tenía ganas inmensas de llorar, pero nunca dejaría que la vieran así de vulnerable. Salió corriendo hacia ninguna parte en particular, ignorando las llamadas de Adolfo. No sabía a dónde iba, pero no importaba. Lo único que importaba era salvar la vida de su hija. Ahora quedaba claro que ella no podría.

Encontró una puerta que daba a un pequeño almacén de equipos y entró, cerrando la puerta tras ella. Se recostó contra la pared y finalmente pudo darle rienda suelta a todas las lágrimas que estaba conteniendo por miedo. Miedo a mostrarse débil frente al mundo. Miedo a que supieran que no tenía todo bajo control.

No eres compatible.

No se podía sacar esa maldita frase de la mente. Altagracia nunca tuvo la oportunidad de ser buena madre y, precisamente cuando la vida le había devuelto a Mónica, amenazaba con quitársela. Estaba destrozada, no sabía como siquiera mirar a su hija a la cara y darle las malas noticias. Tampoco quería que Regina supiera, no todavía. Por más ilógico que sonara, se sentía como un fracaso por no ser compatible.

Nadie la estaba viendo, nadie la estaba juzgando. Así que siguió llorando a mares, llorando en silencio.

Le resultaba increíble que hace tiempo había llorado afligida cuando se enteró que Mónica era su hija, sufriendo porque estaban enamoradas del mismo hombre... Esta vez lo hacía porque temía que la iba a perder.

No eres compatible.

Altagracia tenía el corazón roto en miles de pedazos. La impotencia era un sentimiento con el que no se llevaba, lo detestaba. Se sentía inútil. Seguía llorando desconsoladamente, no podía parar y no sabría cuánto más podría aguantar así. Necesitaba hablar con alguien. Desahogarse, permitirse ser débil y no la mujer estoica que siempre pretendía ser.

Y entonces hizo algo disparatado... Tomó el móvil y le marcó a José Luis.

No, Altagracia, ¿qué haces? Él ya te ha ayudado demasiado. Tienes que ser fuerte y cargar con esto tú sola.

Así que colgó el teléfono. Fue un segundo de flaqueza, afortunadamente se recuperó a tiempo antes de que él tomara la llamada. No podía ser así de impulsiva. No necesitaba a ningún hombre de apoyo. A nadie, se dijo. Ella sola podría afrontar esto. Conseguiría un donante, costara lo que costara.

Con este pensamiento se logró tranquilizar. Se limpió las lágrimas y sacó un espejo de la cartera para arreglarse el maquillaje como pudo. Duró unos largos minutos respirando hondo mientras pensaba en lo que les diría a Mónica y Regina. De seguro querrían saber los resultados y no tenía idea de qué mentira inventarse. Estaba tan distraída cuando salió del cuarto que casi se muere del susto cuando oyó que alguien decía su nombre.

– ¡Altagracia! – dijo una voz masculina, sentado en una de las sillas del pasillo. ¿Cómo diablos la había encontrado?

– ¿Qué quieres, Saúl? – No sabía cuántas veces le había dicho eso en la última semana, pero ya se estaba hartando de que siempre estuviera cuando menos lo buscaba.

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