Capítulo 42

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José Luis Navarrete

Ahí estaba. Tratando de trabajar cuando su mente solo le mostraba ese rostro que lo hechizaba cada vez más, esos ojos verdes que lo atrapaban y amenazaban con nunca dejarlo ir, esa sonrisa por la que haría cualquier cosa en este mundo...

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que salió de la oficina contigua y se internó en su despacho, intentando revisar unos proyectos que estaba supervisando personalmente. Lo que si sabía era que había leído una oración incontables veces y aún no entendía ni una mierda de lo que estaba plasmado en papel. Estaba distraído.

Cualquier otra persona diría que estaba distraído por el recuerdo de su hijo. O por el proceso de divorcio que estaba atravesando. Hasta podría decir que estaba distraído pensando en cómo la compañía seguía perdiendo valor en el mercado. Pero no. No estaba distraído por nada de eso.

Estaba distraído por unos labios que lo llevaban al cielo solo con decir su nombre.

Basta ya, José Luis.

Justo cuando se dispuso a trabajar en serio, el teléfono de su despacho sonó. Mirar el nombre en la pantalla le causó un mini paro cardíaco. Pensó en no tomarlo, pero ya su mano había descolgado el auricular como por iniciativa propia.

– Eh, Altagracia, ¿cómo les fue en el almuerzo? – dijo, manteniendo un tono de voz neutro.

Bien, gracias. ¿Y a ti? – respondió con aparente calma.

– Todo bien, gracias. – Un gruñido proveniente de su estómago lo desmintió. Se había olvidado de comer.

Qué bueno... – respondió, antes de quedarse en silencio. José Luis esperó que siguiera hablando, pero parecía haberse quedado muda.

José L...

– Alta... – Hablaron al mismo tiempo. Él rio, aunque ella siguió sin decir palabra. – Perdona, ¿me decías?

Tenemos que establecer las reglas de juego. – respondió de un tirón.

José Luis se quedó de una pieza. No sabía qué esperaba al ver que lo llamaba, pero definitivamente no era esto. Pensó en molestarla, fingiendo que no sabía a qué juego se refería, pero le daba curiosidad saber cuáles reglas tenía en mente.

– De acuerdo, si eso es lo que quieres... – dijo de manera casual. La escuchó tomar aire. Sonrió al imaginarse su cara, antes de decidir que no quería solo imaginársela. – Deja que vaya a tu oficina.

¡No! Esper... – escuchó que decía agitada antes de cerrar el teléfono. Se paró de su escritorio y fue hacia el de ella lo más rápido que pudo. No quería darle tiempo de que saliera de su despacho. Cuando abrió la puerta, se encontró con una Altagracia sonrojada.

– N-no tenías que venir. Podíamos hablarlo por teléfono.

– Las llamadas son grabadas por motivos de seguridad. ¿Quisieras que este... tema quede guardado en nuestros récords? – dijo, disfrutando cuando su rostro se tornó de un color rojo aún más profundo. Pero, así como apareció, se desvaneció. Él se acercó a su escritorio, mientras ella rodeaba el mueble y se colocaba enfrente para apoyarse. Cruzó los brazos y las piernas, en un gesto que le decía que quería que esta conversación fuera rápida y sin contacto.

Y su trabajo sería causar que fuera lo contrario...

– Entonces, cuéntame. – siguió, cruzando sus brazos también. José Luis era un hombre que se cuidaba muy bien. Sabía el efecto que causaba en las mujeres al flexionar sus brazos, aun enfundado en un traje de diseñador. La vio tragar saliva.

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