Capítulo 82

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José Luis caminaba de un lado al otro de la habitación con marcado nerviosismo.

Su equipo lo había contactado para dejarle saber que habían agarrado al que entregó las fotos y atacó a Magdalena y, si era honesto consigo mismo, no estaba seguro de cuál sería la mejor manera de actuar. Inicialmente no quiso comentarle a Altagracia los avances: el idiota no había querido confesar aún quién lo había enviado. Él la conocía demasiado bien, sabía que no estaría tranquila hasta estar cara a cara con el malnacido.

Y no la podía culpar. Entendía la rabia, la frustración que sentía la rubia cada día que pasaba sin saber nada. Pero sus métodos eran un tanto... despiadados. No se podían dar el lujo de matar al tipo hasta que les diera información.

Además, mientras menos ruido hicieran, más fácil era mantener a la policía lejos de su investigación. Si bien era cierto que tenía al ministerio en la palma de su mano, prefería no tener que utilizar sus influencias a menos de que fuera estrictamente necesario. Había aprendido la lección después de aquella vez que...

Sacudió la cabeza, desterrando los pensamientos que amenazaban con sumirlo en dudas. No eran más que errores del pasado que no volvería a cometer.

Intentó concentrarse en cómo le daría la noticia a Altagracia. Hubiera preferido esperar unos días más, pero no podría ocultarle esta información crítica. No iba a correr el riesgo de que se enterara de otra manera y pensara que no le había dicho nada para mantenerla encerrada con él.

Aunque no estaría tan equivocada. 

Quería mantenerla en esa casa, con él, lejos de cualquier cosa o persona que pudiera causarle daño. Y todavía corría peligro hasta que le sacaran la verdad al tipo que habían capturado... Tal vez podría esperar a que tuvieran alguna pista...

– Estás muy pensativo... – dijo Altagracia, sobresaltándolo. Se giró para verla sonriendo mientras se secaba el cabello con una toalla. – ¿Tan rápido te estás arrepintiendo de pedirme matrimonio?

– Altagracia... – el empresario se acercó a ella, mirándola con cautela.

Solo fue necesario oír en su voz la precaución para saber lo que había pasado. Su corazón empezó a latir con fuerza y quedó congelada donde estaba. Sin que él hiciera amague de decir otra palabra, entendió que habían dado con el desgraciado que la había atormentado por tanto tiempo.

La vista se le empañó y sintió como si se fuera a desmayar. Al tambalearse, José Luis se apresuró a agarrarla por los hombros y dirigirla al borde de la cama. Se sentó, todavía estrechando la toalla húmeda entre sus dedos.

– Altagracia... – lo escuchó decirle, como si su voz viniera de otra dimensión. Respiró forzosamente antes de voltear a verlo.

Intentó concentrarse en su rostro, pero solo podía imaginarse a Magdalena toda golpeada y las lágrimas no tardaron en aflorar.

– ... Mírame, Alta. Mi amor...

De pronto la ira que creía haber controlado se desbordó y pudo volver a presente.

– Quiero verlo, José Luis. Quiero ver a ese... a ese... tengo hacerlo pagar. – dijo, ignorando el dolor que le causaba apretar con tanta fuerza la mandíbula.

– No puedo... No deberías... – el empresario dudó. Tenía que convencerla de no ir, al menos no por ahora. Y no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo.

– ¿Cómo que no? Quiero respuestas y las quiero YA. – tenía los nudillos blancos mientras estrujaba la tela distraídamente.

– Lo sé, mi amor, pero... tienes que confiar en mí. Además, el imbécil dice que no sabe quién lo contrató.

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