Capítulo 34

1.4K 125 109
                                    

Altagracia Sandoval

Ahí estaba ese hombre que se colaba hasta en sus sueños, delante de ella con apenas unos pantalones de pijama.

Contrólate, Altagracia. Agradécele y de inmediato te vas.

Pero se había quedado sin palabras. No esperaba que él mismo le abriera la puerta. Y mucho menos que lo hiciera... así. Él se limitó a verla medio confundido. Lo más seguro por la cara de idiota que debía tener, toda boba con la boca abierta.

– ¿Altagracia? Eh... Hola.

– Hola. – Odiaba cuando sus impulsos la llevaban a hacer cosas como esta. Ya estás aquí, Altagracia, se dijo. – ¿A poco no me vas a invitar a pasar? – siguió, tratando de mantener la calma y mostrarse fría e indiferente. Distrajo la vista de José Luis enseñándole la botella de whiskey que había comprado. Era necesario, no sabía qué estupidez diría con sus ojos negros fijos en ella.

– Claro, claro. Adelante. – José Luis abrió la puerta más y esperó a que ella pasara para cerrarla. – Perdona que te reciba en estas fachas, pero...

Altagracia se quedó esperando que le dijera la razón. Pero obviamente no lo haría, él no tenía idea de que ella sabía que era el donante misterioso. Así que decidió jugar un poco más antes de revelarle que lo sabía.

– ¿Tan temprano vas a dormir? Apenas son las 5 de la tarde. – le dijo, levantando una ceja. No pudo evitar que su mirada vagara por ese pecho musculoso y salpicado de vello oscuro. Su mente la llevó a la primera, y última, vez que había sentido ese espectacular cuerpo directamente bajo sus dedos...

– Estaba un poco cansado, no me he sentido bien... – respondió, sacándola de sus recuerdos.

– Ah, ¿qué tienes? ¿Gripe? – expresó de manera sarcástica, aunque le preocupó un poco el semblante que llevaba.

– La verdad es que no...

– A ver, Navarrete, ¿cuántas vueltas debemos dar antes de que me digas lo que tú y yo ya sabemos?

– No sé a qué te refieres... – José Luis miraba al piso y cruzó los brazos sobre su pecho, haciendo que sus músculos se marcaran aún más.

Ay no, eso es trampa.

– Qué cobarde que eres, eh. – dijo, suspirando de frustración... o de excitación. – Sé... sé que fuiste el donante de Mónica.

– ¿Quién te lo dijo? – respondió, mirándola con los ojos entornados. De pronto se mostró molesto. – ¿Fue el imbécil de Saúl?

– ¿Saúl? ¿Acaso Saúl sabía? – y en un segundo lo entendió... Eso era lo que él había querido decirle con aquel mensaje. Sintió como la rabia se apoderaba de ella. Ahorita mismo solo se le antojaba tirarle la botella a la cabeza, así que decidió dejarla en una mesa cercana. – ¿Cómo lo supo? ¡¿Y por qué ninguno de los dos pensó en decirme?!

– Altagracia, no lo tomes a mal. Él fue quien me contó que necesitaban un donante y tuvo la idea de que yo me hiciera la prueba. – hizo el ademán de acercarse, pero ella ahora fue ella quien cruzó los brazos sobre su pecho y él se detuvo. – Entiende, no quería contarte nada porque no sabíamos si iba a funcionar.

– Pero cuando te enteraste de que sí eras compatible... Tampoco me dijiste.

– Pues, es que no fui muy justo contigo ese día en el hospital. Me sentí como el patán más grande del mundo. Para eso me llamabas, ¿no? Para decirme que no podrías ser donante.

– Si, pero no sé por qué lo hice. Ya has hecho demasiado, y encima te llamo para que me sirvas de psicólogo. No quiero abusar de tu ayuda.

– ¿Cómo crees, mujer? No es abuso. Todo lo que hago es porque me sale del forro, porque quiero ayudarte.

La IndomableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora