Capítulo 5

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Mónica Hernández

Quiero el divorcio.

Mónica no podía creer las palabras que acababan de salir de la boca de Saúl. Se le quedó mirando fijamente mientras él caminaba en círculos. Se le veía nervioso. Parecía una persona completamente diferente al hombre con el que se casó apenas 8 meses atrás. 8 míseros meses. Es cierto que su relación no había sido la mejor, pero...

– Saúl, ¿qué estás diciendo? No te estoy entendiendo. – dijo de manera pausada, esperando que, al poner los pensamientos en palabras, todo hiciera sentido. Tenía el corazón en un puño y no podría aguantar mucho más sin obtener una explicación.

– Quiero el divorcio, Mónica. No podemos seguir con este matrimonio. – se detuvo en el medio de la sala y se volteó hacia ella con las manos en las caderas. Tenía los ojos desorbitados. Definitivamente algo había pasado. Saúl no era así, ya no. Había dejado de ser tan impulsivo desde... desde ese día del que ninguno de los dos se dignaba a hablar.

– Saúl, mi amor, dime qué es lo que pasa – dijo, levantándose del sillón y acercándose a él. Mónica intentó tomar su rostro entre sus manos, pero Saúl se separó de ella como si quemara ­–. Cuéntamelo todo, se supone que debemos tenernos confianza. Sé que no hemos estado del todo bien, pero no podemos tirarlo todo por la borda. ¿Algo pasó anoche? ¿Por eso le pediste a Lopecito que me trajera a casa?

Mónica seguía observándolo, buscando respuestas en su rostro, pero él evitaba su mirada. Contuvo la respiración, esperando alguna confesión de su parte. Algo que le hiciera entender este cambio repentino.

– No podemos estar juntos. Te casaste muy joven, nos apresuramos demasiado. – decía cada palabra con tanta convicción y culpabilidad que ella sentía cómo se le clavaban en sus entrañas. – Debimos pensarlo mejor. No fue justo para ti. No fue justo para nadie...

Ahí estaba, la gota que derramó el vaso. En un instante todo el dolor que estaba experimentando se convirtió en una ira incontrolable que amenazaba arruinarlo todo. Ya qué mas daba, ya todo se había ido al traste.

–¡No te atrevas ni a mencionarla! ¡A ella no! – le espetó. Saúl pareció impactarse de tal manera que por un momento sintió por él algo parecido a la pena. Sabía que él iba todos los días al ministerio público, preguntando si había nuevas pistas sobre el paradero de Altagracia. Y todos los días se trataba de convencer de que lo hacía por ella, porque era su mamá.

Al fin todas las piezas del rompecabezas encajaban... Saúl siempre retraído, a menos que estuviera trabajando en un caso. "Es por el trabajo", le decía. Y ella había entendido, había querido hacer el papel de esposa abnegada y comprensiva, la que lo apoyaba en todo aunque se sintiera abandonada. Casi no la tocaba y ella, ilusa, pensaba que él entendía que necesitaba su espacio y la respetaba. Pfft, menudo respeto.

– Soy una idiota, una completa idiota... – dijo en un susurro, tan asqueada de él, de sí misma. ¿Cómo pudo alguna vez pensar que su relación tenía futuro? Estaba condenada desde el principio, ahora estaba segura. No había hecho caso a tantas personas.

Sobre todo, a ella, a Altagracia... Su mamá. Le dejó claro infinitas veces que no había manera de que Saúl la amara, no por completo. Y ella, tal chiquilla encaprichada, había hecho caso omiso.

– Mónica... – dijo Saúl cautelosamente.

Lo miró y de repente todo le pareció tan obvio. No tenía que decir una palabra, sabía a lo que él se refería y tenía razón. Altagracia podría estar muerta pero siempre estarían bajo su sombra. Ese fantasma que había querido ignorar se hacía tan presente como si estuviera con ellos en la habitación.

Acto seguido, se quitó su alianza y su anillo de compromiso del dedo y los dejó en la mesa de la sala. Sacó fuerzas de donde no tenía y logró decir:

– Está bien, Saúl. Me duele en el alma que lo nuestro no haya funcionado, pero sobreviviré. Y tú también. Ahorita necesito estar sola. Por favor vete. – estas últimas palabras las dijo de espaldas a él porque ya no confiaba en su fortaleza. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras caminaba a su habitación. La habitación donde estaba la cama de matrimonio que habían compartido, pero ya no más.

Y de algún modo, dentro de todo ese tumulto de sensaciones y con las lágrimas recorriendo sus mejillas, Mónica sintió alivio.

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