Capítulo 11

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José Luis Navarrete

Se lo había imaginado tantas veces, cientos en las últimas dos horas mientras cenaban. Pero la realidad de por fin besarla y tenerla entre sus brazos era mucho más explosiva. José Luis podía pensar en mil razones por las que no debería estar haciendo esto, pero ninguna importaba. Solo importaba Altagracia: su aroma tan dulce, sus labios con ligero sabor a vino, su cuerpo acoplado al de él.

No había rastro alguno de timidez entre los dos. José Luis sintió que podría explotar en cualquier momento cuando Altagracia profundizó el beso, aferrándose a él colocando los brazos alrededor de su cuello. En ese instante, se sintió con la libertad de bajar las manos desde sus hombros, acariciar su costado y posarlas en sus nalgas. La apretó contra sí, eliminando cualquier espacio entre sus cuerpos y haciéndola consciente de la dureza de su excitación. El gemido de Altagracia amenazó con volverlo loco.

Sin saber cómo, se habían desplazado hasta que la espalda de Altagracia dio con la pared. José Luis rompió el beso para tomar aire. Necesitaba más, pero quería estar seguro de que era lo que ambos querían. Ssus jadeos se mezclaban con los de ella, sus miradas se conectaron y fue ahí que supo que ella sentía lo mismo que él.

– Altagracia – dijo en una voz gutural que no reconoció como la suya. – No sabes lo que me haces.

Subió una de sus manos para apartarle un mechón del cabello rubio y se lo colocó detrás de la oreja. Ella suspira y se muerde el labio inferior antes de posar sus ojos verdes en su boca.

– ¿O sí sabes? Definitivamente eres una bruja. – dice José Luis, trazando la línea delicada de su mandíbula suavemente con sus dedos, mirándola fijamente, tratando de asimilar todos los detalles de su cara. Y se inclinó hacia ella con suavidad, posando un beso ligero en sus labios.

– Navarrete... – susurra ella, cerrando sus ojos. De pronto la siente tímida y él se retira para verla. – Mi vida es una locura... Esto es una locura.

– Mírame, Altagracia. – replica José Luis, mientras le levanta la barbilla con el pulgar. Altagracia abre sus ojos y puede apreciar en ellos muchas emociones. Deseo, desasosiego... Esos ojos iban a ser su perdición. – Dime lo que quieres, y eso haré.

Esos segundos le parecieron eternos. Teniéndola tan cerca, sentirla tan cerca, esperando su respuesta era una verdadera tortura. Podía sentir su pecho contra el suyo, respirando con dificultad.

– Estás haciendo trampa. Deja de hacer eso... – le dice Altagracia, casi en un suspiro.

– ¿El qué? – responde José Luis. Tiene ganas de sonreír, pero teme echarlo todo a perder.

– Deja de derretirme con esa bendita forma de mirarme. – Y ahora fue su turno de deslumbrarlo con una sonrisa. José Luis supo en ese momento que recordaría esa sonrisa, esa hermosa y radiante sonrisa, por el resto de su vida.

Y la besó. La besó con ansia. La besó con todas las ganas que tenía guardadas, ganas recién estrenadas. Altagracia mordía sus labios y José Luis dejó de pensar. Sus besos eran dolor y remedio. Si experimentaba todo eso apenas con algunos besos, no sabía qué rayos iba a hacer cuando al fin estuvieran juntos. Pero pronto lo averiguaría.

José Luis comenzó a quitarse la chaqueta sin dejar de besarla y ella se apresura a ayudarlo. Cuando cae al suelo, las manos de él se dedican a bajar las mangas del vestido naranja. Dios bendiga quien inventó los vestidos sin cierre, pensó.

Altagracia se liberó de las mangas y empezó a batallar con los botones de su camisa. José Luis aprovechó para plantar besos en todo su cuello, acariciando con sus labios la sedosa piel, sintiendo como ella se retorcía bajo su contacto.

En un abrir y cerrar de ojos, ya no tenía la camisa puesta. Ella se había encargado de sacársela del pantalón y tirarla en el suelo. Cuando su pecho desnudo entró en contacto con el sujetador de encaje, sintió un hormigueo delicioso por todo el cuerpo.

Él siguió la estela de besos por su cuello, lamiendo cada recodo. Rozó su clavícula con la lengua y luego más abajo, en la franja donde el sostén limitaba con la piel sensible de sus senos. José Luis notó como un escalofrío la recorrió, arqueando su espalda, rogándole con el cuerpo que la tocara.

– José Luis... – musitó – Por favor...

Oír su nombre en los labios de Altagracia, su voz cargada de deseo fue toda la invitación que necesitaba. Retiró con cuidado la tela bordada y liberó uno de sus senos. José Luis rozó la punta ya hinchada con su pulgar para después unir su lengua a la fiesta. Con la mano libre, bajó el otro tirante para poder admirarla en todo su esplendor.

Altagracia era una mujer hermosa, pero más aun cuando se dejaba llevar. Cuando no llevaba puesta esa careta de persona impasible, a la que nada le afectaba. Quería volverla loca de anhelo, así como ella lo estaba enloqueciendo a él.

Iba a terminar de desnudarla ahí mismo cuando un móvil empezó a sonar. José Luis trató de ignorar el sonido, pero Altagracia no lo hizo. Fue como si le hubiera caído un balde de agua fría, ella se colocó el sujetador rápidamente y corrió a donde había dejado el bolso tirado. Cuando vio la pantalla del celular, todo el color se desvaneció de su rostro. Levantó sus ojos hacia él, aunque pareciera que realmente no lo estuviera mirando. Apretó el botón en el celular con manos temblorosas y se lo puso junto a la oreja. Su voz también sonó temblorosa, y no de excitación, cuando dijo:

– Saúl, ¿cómo conseguiste este número?

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