Capítulo 50

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Estaba jodido, como con todo lo que refería a esa mujer.

Altagracia tenía esos ojazos clavados en los de él, suplicándole con la mirada lo que ya le había dicho con sus labios. Esos labios entreabiertos que lo invitaban a devorarlos. Y pasó lo que tenía que pasar.

Tomó su cara entre sus manos y la besó con ansias. El agua de lluvia se mezclaba con el sabor dulce de su boca, haciéndolo querer más. Él empezó a quitarse la camisa y ella se desabotonó los pantalones mientras seguían enfrascados en un beso hambriento. Al deshacerse de esas prendas de ropa, él interrumpió el contacto para respirar y mirarla a la cara.

Altagracia eligió ese momento para colocarle las manos en el pecho mojado y desnudo, poniéndole la piel de gallina. Recorrió su cuerpo con la mirada y las manos como si fuera la primera vez que lo tenía frente a ella.

– Me hiciste tanta falta... – susurró, envolviendo con los brazos su cuello antes de atraerlo de nuevo a sus labios.

José Luis quería estar seguro de que esta vez no se arrepentiría de lo que iba a pasar entre ellos y, aunque lo mataba esperar más antes de tenerla, decidió molestarla un poco mientras ella le lamía el cuello.

– No, Altagracia... – tragó saliva. – ¿No que querías que nos diéramos un tiempo? Si hasta me ignorabas. – dijo en un tono tranquilo que no se correspondía con las emociones que bullían bajo su piel.

– Te dejé de hablar... No de desear. – respondió en su oído. José Luis no podría soportar mucho más, y su resolución por poner las cosas claras se desvaneció cuando le mordió el lóbulo de la oreja.

Altagracia volvió a su boca. No le daba tregua, besándolo como si fuera su fuente de oxígeno. Le era imposible apartarse de ese hombre, aún se repitiera una y otra vez que no lo necesitaba. Sus lenguas se entrelazaban, haciendo eco de sus deseos. Entre besos, José Luis sintió la necesidad de expresarle en palabras cómo se sentía.

– Yo también te extrañé, mi güera. – dijo, mordisqueando la piel delicada de su cuello. – Me hiciste tanta falta... Te amo.

Inmediatamente pudo sentir como Altagracia se tensaba entre sus brazos.

– José Luis... – esta vez no sonaba impaciente por el deseo, sino más bien irritada y él se separó de ella. – ¿Podrías dejar de decir que me amas? Te lo ruego...

– Pero es la verdad. – respondió, tratando de ignorar la punzada de dolor que experimentó.

– No, no... No. Tú... Tú amas una idea de mí, no una persona real. – la voz se le quebraba, agregando a la angustia que podía ver en sus ojos. – La cara que muestro al mundo, la que por años construí y ahora no sé qué parte de mí es Altagracia y qué parte es la doña.

– Pero yo lo tengo muy claro. – dijo, mientras batallaba para no soltarla. Quería que afrontara esto que los estaba consumiendo a los dos. – Mírame. Yo no me enamoré de la doña... La doña es intensa, sensual, violenta, inteligente, llena de acción. Pero tú, Altagracia... tú eres la mujer más complicada, testaruda, perfeccionista y rosca izquierda que he conocido... y te amo, ¿me oíste? TE A MO.

– José Luis, yo...

– ¿Tú qué? Esto no es un juego, Altagracia. Lo único que quiero es que seas honesta, yo puedo aguantar lo que sea.

– Yo... Entiéndeme, José Luis, no puedo... – las lágrimas empezaron a caer por su rostro. Se sentía como el peor hombre del mundo por hacerla llorar, pero necesitaba saber.

– ¿Amarme? ¿O será que te da miedo? Nunca te tomé por cobarde, Altagracia. – dijo, molesto. No quería estarlo, especialmente no con ella. Pero la frustración era muy grande. – Estoy cansado de oír cómo te cierras al amor. Ya pagaste suficiente por tus errores. Te mereces ser feliz.

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