Capitulo 9

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Atenea's POV

Al día siguiente, por la mañana, antes de bajar a desayunar, arreglé mis cosas y las metí a mis maletas, pues pasaríamos año nuevo en casa de Elisavet. Dejé todo listo y bajé a desayunar.
Laurie y Elisavet ya estaban desayunando. Los equipajes de todos ellos ya estaban en la puerta.

En cuanto entré al comedor, los saludé y empecé a desayunar. Después de unos minutos bajó Theodore. Mientras desayunábamos hablábamos de lo bien que habíamos pasado la navidad. Le dijimos a Laurie que era una tragedia que tuviera que irse a su casa, pero él nos platicó sus planes. Nos dijo que había prometido a su familia y a Camille pasar año nuevo con ellos, así que no nos quedó otra cosa que hacer más que aceptar su partida y acompañarlo al tren, y así lo hicimos.

Ya a punto de subirse al tren, Laurie me abrazó con fuerza y me dio las gracias por haberlo invitado a pasar Navidad con nosotros. Me dijo también que nunca en su vida había pasado Navidad con amigos porque nunca había tenido amigos tan cercanos como nosotros. Lo miré con tanto amor y volví a abrazarlo. Laurie se había vuelto una parte indispensable de mi vida. Se había vuelto parte de mi familia, como mi hermano, y en tan poco tiempo.

Después Laurie se despidió de los demás, dejando al último a Hérmes para agradecerle también por haberlo recibido en nuestra casa.
Lo abracé por última vez hasta que sonó el silbato que indicaba que el tren estaba por partir. Besé su mejilla y acomodé su cabello. Luego le di unas palmaditas en su espalda para que se apresurara y que no lo dejara el tren. Él se dio la vuelta y corrió hacia la enorme máquina rojinegra.

Lo vimos a través de la ventana. Levanté mi mano para despedirme de él. Él sonrió y se despidió de nosotros. El tren comenzó a moverse, pero nos quedamos hasta que partió por completo.

-

Unas horas después, era nuestra hora de partir. Ya habíamos arreglado las cosas que nos llevaríamos a casa de Elisavet en Italia. Estaba ansiosa, pues tenía mucho tiempo que no visitaba Italia, y además era la primera vez que visitaba Génova, una colorida ciudad al norte de Italia, o al menos así se veía en las fotos que Elisavet me mostraba con emoción.

Ahora era nuestro turno de despedirnos. Me despedí de mi madre y de mi padre. Aún no me despedía de Hérmes, pues el nos llevaría a la estación de trenes, o eso creía hasta que lo vi bajar las escaleras con su propia maleta.

—¿Hérmes va a ir?— le pregunté a Elisavet.

—Oh, si... ¿no te lo dijo? Ayer habló con tus papás. No quería dejarte ir sola a otro país así que se ofreció a acompañarnos— dijo Elisavet.

—Que considerado— dije sospechosa. Theodore me miró de la misma manera. Ambos nos mirábamos extraños y con sospecha, estaba segura de que ambos pensábamos lo mismo.

Subimos todas nuestras cosas al espacioso carruaje negro y luego nos despedimos de mis padres. Los abracé fuerte a ambos y les deseé un feliz año nuevo. Les dije también que les mandaría cartas, fotos, cartas con fotos y fotos con cartas, y que los mantendría al tanto de todo lo que sucediera para tranquilizarlos.

Nos subimos al carruaje y nos despedimos desde la ventana.

—Hérmes, cuida a Atenea— dijo mi madre.

—No prometo nada— respondió.

—Bueno, Theodore tú cuida a Atenea— dijo esta vez mi padre haciéndome girar los ojos.

—Papá, yo puedo cuidarme sola— respondí desde la ventana.

—Claro que si, Ares, la cuidaré mejor que a mi mismo— respondió Theodore divertido.

—Cada vez me caes mejor— respondió mi padre riendo.

Los Thestrals comenzaron a jalar del carruaje hasta que lograron elevarnos.
En la primera fila de asientos estábamos Theodore y yo, tomados de la mano como de costumbre. Detrás de nosotros estaban Hérmes y Elisavet, y la última fila estaba vacía.

Volteé a verlos. No hacían nada fuera de lo común. Elisavet miraba por la ventana y Hérmes leía como de costumbre. Él siempre llevaba un libro nuevo para cada viaje.

Regresé mi vista hacia el frente y luego miré a Theodore, quien miraba hacia el frente con una sonrisa.

—¿Te gustan los Thestrals?— pregunté sonriendo.

—Creo que son criaturas maravillosas pero muy incomprendidas—

—¿Por qué incomprendidas?—

—Bueno, como puedes ver físicamente no son muy bonitos...— dijo obvio.

—Yo no los puedo ver— dije riendo y él me miró confundido.

—Pero, tú me dijiste alguna vez que eran extrañas, ¿no?— preguntó confundido.

—Si, por como son en los libros, pero jamás he visto uno en persona—

—Me alegra que no puedas hacerlo— dijo refiriéndose al trasfondo —Son criaturas tan poco estéticas y al mismo tiempo tan maravillosas. Como si las gárgolas fueran ángeles, o las arañas mariposas. Pero verlos volar es algo increíble. Cómo desplazan sus alas de arriba a abajo tan placenteramente que me hacen desear volar como ellos—

—Bueno, debe ser parecido al sentimiento que te causa volar en una escoba—

—¿Por qué crees que amo el Quidditch?— me miró con una sonrisa. Sonreí de regreso y me acosté en su hombro con la intriga de cómo se verían esas criaturas tan magnificas que Theodore mencionaba, aunque al mismo tiempo no quería saberlo.
En pocos minutos, mis párpados comenzaron a pesar hasta que me quedé dormida.

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Desperté aproximadamente una hora después. Theodore estaba acostado en mi hombro y yo recostada en la ventana. Volteé hacia atrás y vi a Hérmes dormido en el asiento, y Elisavet acostada en su hombro igualmente dormida.

Usualmente eso me hubiera parecido muy tierno, pero por el simple hecho de que era Hérmes toda esa ternura se esfumaba y era reemplazada por una especie de desagrado.

Miré hacia el frente de nuevo y luego miré por la ventana. El reflejo del sol rebotaba en las nubes haciendo que estas se pintaran de color anaranjado. Se veía tan hermoso que parecía una pintura de óleo.

Unos minutos después, empecé a sentir como bajábamos poco a poco, lo que significaba que ya estábamos por llegar.

Acaricié la cabeza de Theodore un par de veces y luego di unas palmaditas en su pecho con una mano para no tener que soltar su mano con la otra. Lo llamé por su nombre suavemente hasta que poco a poco comenzó a reincorporarse.

—¿Ya llegamos?— preguntó con voz adormilada y yo sonreí.

—Ya, estamos por aterrizar— contesté.

Gracias a nuestras voces, Hérmes y Elisavet se despertaron también y preguntaron lo mismo que Theodore había preguntado segundos antes, así que sólo asentí.

Cada vez más podíamos apreciar la ciudad de más cerca y todo se veía increíble. Era muy diferente a Inglaterra, pero era una ciudad muy hermosa. Las construcciones, las esculturas, la naturaleza hacía que también pareciera una pintura.

—Es hermoso— dije.

—Claro que lo es, es Italia— respondió Hérmes.

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