VII

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El juego se reanudó, pero todo se sentía diferente. Las jugadoras del Wolfsburgo todavía estaban cargadas de intensidad, mientras que nosotras intentábamos mantenernos concentradas. Sin embargo, mi mente seguía atrapada en lo que acababa de pasar. Sabía que tenía que volver a enfocarme, pero el peso de la culpa era demasiado grande. Y entonces, cuando el árbitro indicó que Gala sería la encargada de lanzar la falta, sentí cómo mi pecho se tensaba aún más.

Vi cómo mi hermana tomaba el balón con decisión. A pesar del golpe y de la ligera cojera que todavía se notaba en su andar, Gala se mantuvo firme. Se colocó en la posición adecuada con esa concentración característica suya, sin siquiera pestañear. Ni un atisbo de dolor o duda en su rostro. Era como si la falta que acababa de recibir no la hubiera afectado en absoluto. Era un recordatorio de lo fuerte que siempre había sido.

El silencio en el estadio era palpable mientras Gala tomaba distancia. El Wolfsburgo colocó su barrera, y nosotras nos organizamos detrás, preparadas para defender el disparo. Pero en mi interior, sabía que si Gala lanzaba como sabía, pocas cosas podrían detener ese balón.

El árbitro dio el silbatazo y Gala empezó su carrera hacia el balón. Cada paso suyo parecía cargado de intención. Sus ojos estaban fijos en la portería, y la determinación en su rostro era inquebrantable. Cuando impactó el balón, supe que era un disparo perfecto. El sonido seco del contacto resonó, y el balón salió disparado con una precisión milimétrica.

El balón voló directo, superando la barrera con una curva perfecta, un tiro que habría sido imposible de detener. El estadio contuvo la respiración. Yo lo vi todo en cámara lenta, siguiendo la trayectoria, sabiendo que iba a terminar en el fondo de la red.

Pero entonces, en el último segundo, el balón chocó con la cruceta. El golpe resonó como un trueno, rebotando violentamente hacia afuera. El sonido metálico retumbó en el aire, y por un momento, nadie pudo reaccionar.

El gol que todos esperaban no llegó. Gala se quedó mirando la portería, quieta, sin moverse, como si no pudiera creer lo que acababa de suceder. Yo, desde mi posición, dejé salir el aire que había estado conteniendo, pero no sentí alivio. Solo un vacío extraño, una mezcla de emociones que no podía controlar.

La cruceta nos había salvado de un gol seguro, pero ver el rostro de mi hermana en ese momento, la decepción oculta tras su fachada de concentración, solo hizo que mi culpa aumentara. Aunque no había marcado, el tiro había sido perfecto. Y el hecho de que no lo consiguiera, después de lo que había pasado, me dolía más de lo que podría admitir.

El juego continuó tras ese golpe de suerte para nosotras, pero en mi cabeza solo podía oír el eco de ese balón golpeando el metal.

El partido avanzaba rápidamente, y ambas partes seguían luchando con todo lo que tenían. El marcador seguía igualado, 2-2, y cada minuto que pasaba sentíamos cómo la tensión aumentaba. Las jugadas eran más intensas, más rápidas, y el cansancio empezaba a hacerse evidente. Cada balón dividido, cada despeje y cada pase tenía un peso enorme. Sabíamos que el próximo gol podría decidir el partido, y no había margen para el error.

En el minuto 70, una jugada caótica se desató en el área. El Wolfsburgo defendía con fuerza, metiéndolas en apuros una vez más. El balón iba y venía, rebotando entre piernas, despejes incompletos y rechazos desesperados. Parecía que nadie podía controlarlo, una secuencia de segundos interminables donde cada toque era crucial.

Un rebote salió disparado, todo estaba en el aire, incierto, hasta que apareció Fridolina Rolfö, casi como caída del cielo. El balón llegó a sus pies en el momento perfecto, y con un toque rápido y preciso, lo controló antes de lanzar un disparo que fue directo a la portería.

El estadio entero contuvo la respiración durante ese segundo, y luego explotó. Rolfö había culminado la remontada con ese disparo certero. El balón cruzó la línea, y nosotras nos volvimos locas. Toda la tensión, el esfuerzo y la presión que habíamos soportado estallaron en un grito unísono de euforia.

Corrí hacia Rolfö junto con el resto del equipo, abrazándonos, saltando, celebrando como si hubiéramos ganado el partido. Sabíamos que aún quedaba tiempo, pero la sensación de remontar después de todo lo que había pasado era increíble. Las jugadoras del banquillo también salieron a celebrar, y el estadio estaba enloquecido con el gol. Patri, Mapi, todas gritábamos como si fuéramos una sola, la adrenalina nos invadía por completo.

Sin embargo, al mirar hacia el otro lado, vi cómo las jugadoras del Wolfsburgo comenzaban a desmoronarse. Su lenguaje corporal lo decía todo. Las cabezas bajas, los gestos de frustración, la sensación de que el control del partido se les escapaba entre los dedos. Ese gol había sido un golpe devastador para ellas, y aunque intentaron reagruparse, el desánimo era evidente.

Lo que siguió fue un cambio en el juego. Ya no era la misma batalla reñida y limpia de antes. Las jugadoras del Wolfsburgo, ahora desesperadas, comenzaron a jugar más duro, más sucio. Las entradas eran más agresivas, los empujones más frecuentes. Nosotras intentábamos mantener la calma, pero era difícil no responder. Cada falta, cada choque, parecía cargar el ambiente de una tensión nueva, más peligrosa.

El árbitro empezó a pitar con más frecuencia, pero a pesar de sus intentos por controlar el partido, el juego se había vuelto sucio. Sabíamos que estaban frustradas, y eso las hacía más impredecibles. Cada vez que recibíamos el balón, sentíamos la presión física, el empuje de sus jugadoras que intentaban recuperarse a toda costa.

A pesar de todo, nos mantuvimos firmes. Sabíamos que teníamos la ventaja, y que si manteníamos la cabeza fría, podíamos salir de esta situación. Pero el partido, que antes había sido una batalla de talento y estrategia, ahora se había convertido en una lucha física, donde cada una de nosotras tenía que cuidarse de las entradas duras y las jugadas peligrosas. El tiempo corría, pero sabíamos que teníamos que aguantar.

El pitido final resonó en todo el estadio como una explosión de emociones contenidas. El partido había terminado. Habíamos ganado. En ese instante, todo se desató. El banquillo del Barça saltó al campo como un torrente, corriendo hacia nosotras, y en cuestión de segundos estábamos todas abrazadas, gritando, riendo, liberando toda la tensión y el esfuerzo que habíamos puesto en esos noventa minutos. La remontada había sido nuestra, y el alivio, la felicidad, la euforia, lo llenaba todo.

Nos abrazamos unas a otras, saltamos de alegría, la hinchada nos coreaba, y por un momento, el mundo parecía perfecto. Todo el esfuerzo, cada segundo de sufrimiento en el partido, había valido la pena. Estábamos juntas, celebrando como si no existiera otro lugar en el mundo. Me dejé llevar por la energía del momento, por la felicidad que sentía con mis compañeras.

Pero, tras unos minutos, cuando las celebraciones comenzaron a calmarse y los gritos de alegría se convirtieron en risas agotadas, algo dentro de mí me hizo mirar hacia el otro lado del campo. Instintivamente, mis ojos buscaron a Gala.

Y ahí estaba. Mi hermana pequeña, en el suelo, con las manos cubriéndose el rostro, llorando. El contraste con la euforia que acababa de sentir fue como un golpe directo al estómago. Toda la alegría se esfumó en un segundo.

Mis pies se quedaron clavados en el césped, y la distancia que nos separaba me pareció insuperable. El dolor en su rostro, la forma en que se encogía sobre sí misma, me partió el corazón. No eran solo lágrimas de frustración por la derrota. Era algo más profundo, algo que solo yo podía entender.

Había perdido, sí. Pero lo que más dolía, lo sabía bien, era que había sido yo, su hermana mayor, quien le había arrebatado ese momento. El choque, la falta, el gol que no había entrado. Todo culminaba en esa escena: Gala en el suelo, rota.

Sentí un nudo en la garganta y el pecho apretado. Quería ir hacia ella, decirle algo, cualquier cosa que la ayudara, pero mis piernas no se movían. El peso de la culpa y la tristeza me dejaba paralizada. Era una victoria amarga, manchada por el dolor de alguien a quien amaba más que a nada.

El campo estaba lleno de celebración, pero mis ojos no podían apartarse de Gala. Me sentía impotente, sabiendo que, por mucho que lo intentara, este era un momento que no podía arreglar.
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Las dos caras de la moneda😔

En los siguientes ya tenemos la interacción con Jana paciencia

𝐒𝐄𝐂𝐎𝐍𝐃 𝐂𝐇𝐀𝐍𝐂𝐄-𝐉𝐚𝐧𝐚 𝐅𝐞𝐫𝐧á𝐧𝐝𝐞𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora