El Mármara

13 0 0
                                    

—A ver, a ver —farfulló—, no me hable en dracmas, sino en euros, porque no tengo la más mínima idea del precio —repuso Mériac molesta.

—Novecientos cincuenta euros, señorita.

—Eso es... un robo, sólo quiero ir al puerto de Estambul, no quiero un paseo turístico por el Mármara.

—Ese es el precio por las condiciones que usted pide señorita.

Pagó bastante molesta por el costo. Daría una vuelta por el puerto mientras el barco se alistaba; brisa marina, aroma a sal, sonido de gaviotas, no hacía más de unas semanas que aún se encontraba junto con Jessica Miller en la casa cercana al mar en Florida. En dos ocasiones trataron de ayudarla con el viaje; sin embargo, era algo que debía de hacer sola. El mismo Padre Oscuro la había enviado, no permitiría que otros intervinieran, no sabía si era una muerte inminente a donde se dirigía.

Sólo había pasado una hora desde el anochecer. Le satisfizo no tener problemas para alimentarse; dejaría la ciudad con rumbo directo hacia Estambul, en lugar de hacer paradas en las islas del mar Mármara. El viaje duraría más de dos días; las peticiones de la joven fueron explícitas con respecto a la privacidad. Durante todo el viaje no sería molestada, estaría en el camarote hasta llegar al puerto.

***

Cerró la puerta del compartimento, en el interior había una gran cantidad de conservas, pan, agua cosas indispensables para cualquier mortal. De entre las cosas sacó una lata de pintura negra, cubrió por completo la claraboya, ajustó el reloj y esperó.

***

Sólo podía escuchar el sonido de las olas golpear la quilla; el tedio era ingente. Sentada sobre un costal de frutas jugaba con una manzana deseaba ver el tiempo podía girarla antes que resbalara del dedo.

La fruta cayó al piso junto con ella, un golpe demasiado fuerte para ser una ola; escuchó gritos afuera, no reconocía el idioma; golpearon con fuerza la puerta, no tardarían derribarla. Observó como las bisagras cedían ante los empellones cada vez más fuertes, se puso en pie justo al tiempo en que la puerta cedía.

Un par de hombre mal encarados entraron al camarote, con rasgos ligeramente orientales; percibió sangre aderezada con adrenalina y otras sustancias tóxicas, alcohol con seguridad, quizás algo de cocaína u opio. Ambos entraron al camarote, uno de ellos la miró con lujuria, sacó un cuchillo para amenazarla. Trató de tocarle un seno, pero la diestra de esa mujer lo abofeteó y obligó al delincuente a hincar la rodilla en el piso.

Ávidamente hundió la hoja en el costado de Mériac. Ella se sujetó la herida, dio un par de pasos hacia atrás. El hombre aprisionó el cuello de la joven para obligarla a verlo mientras la besaba.

Su compañero reía vulgarmente, contemplaba la escena; pero, dejó de hacerlo. El maleante movía los brazos con desesperación, trataba de separarse pero era imposible, la mano de esa joven le sujetaba la nuca e impedía retirarse.

Dejó de moverse, para caer al piso sin vida. Miró con terror a la joven; la herida del costado había cerrado, pero la causa del sentimiento era el rostro; de la boca manaba tórrida y carmesí la sangre, mojaba el mentón, fluía como una cascada bermeja, esbozada una sonrisa que mostraba un par de colmillos alongados.

—¡Kan emici! —gritó llenó de terror.

Dio un paso hacia atrás. Giró sobre los tobillos para abandonar la habitación, pero ella ya estaba ahí. Con una sola mano lo empujó hasta el otro extremo del camarote, cayó sobre una bolsa, los cuerpos de ratas muertas quedaron al descubierto, el maleante las miró con miedo y asco.

Avanzó con parsimonia hacia el hombre, sacó una pistola y disparó contra la agresora. Acertó en cada disparo que realizó; sin embargo, no dejó de avanzar. Sintió una prensa de hierro sobre el cuello, la joven lo levantó del piso como si fuera un muñeco de trapo; tiró cuanto golpe pudo contra ese ente, en fútiles intentos por liberarse.

***

Salió por el corredor, en el reloj faltaban varías horas para el amanecer; dentro del camarote yacían dos cuerpos ciánicos. Subió por las escaleras; afuera una ligera lluvia caía, una capa ennegrecida con nubes cubría el cielo del Mármara; las gotas chapoteaban sobre cubierta, no era una tormenta, pero si lo suficientemente fuerte para mojarla por completo antes de llegar hasta la cubierta; sintió un golpe en la espalda, un trozo de madera voló delante suyo, giró sobre los tobillos, un hombre muy similar a los anteriores la miraba con horror, la sangre aún le pintaba los labios, resolló con rabia al tiempo que mostraba un par de colmillos.

El golpe fue rápido, directo e inmisericorde sobre la cara del hombre; destrozó por completo el rostro, avanzó entre algunos cuerpos, buscaba supervivientes, varios hombres se abalanzaron para detenerla.

Los gritos en un idioma desconocido no perturbaron a la sempiterna; la llamaban kan emici, una palabra propia de esa región de la Turquía para llamar a los no muertos que se alimentan de sangre.

Uno a uno murieron por los impactos certeros y letales como un mazo de concreto.

Cerca de la proa distinguió al capitán del barco, amagado con una pistola por un extraño, el hombre gritó en señal de advertencia. El rehén hizo la traducción.

—¡Dice que te rindas o me matara y luego a ti! —gritó el hombre.

Mériac ladeó la cabeza ligeramente hacía la izquierda, los ojos mostraban un color pálido, la lluvia no limpió por completo el rastro de sangre. Un relámpago cayó cerca, iluminó el entorno. El extraño parpadeó por un segundo, tan sólo un segundo. Sintió una mano que jaló la muñeca y separó el arma de la cabeza del capitán. El disparo nunca alcanzó a la víctima. Ambos rostros quedaron separados por centímetros; vio la sangre manchar la piel pálida, los colmillos brotaron de los labios. Supo entonces que las leyendas acerca de los kan emici —para su mala suerte— eran ciertas.

Hundió las dagas de marfil en el cuello; abrió piel hasta llegar a la yugular; la herida manó sangre de inmediato; sin dejar de morder succionó el tejido escarlata que se convierte en dulce vino gracias a la saliva del vampiro. El capitán miró con horror como el agresor dejaba de luchar, lentamente el sopor del descanso eterno lo poseyó.

Mériac dejó caer el cuerpo sin vida sobre la cubierta de madera, levantó el rostro hacía el cielo, esperaba que la lluvia limpiara la sangre; el sonido del cráneo contra la madera, volvió en sí al capitán.

—¡Eres... un... vampiro!

La lluvia no limpió el rostro —por el contrario—, esparció la sangre por la boca, mentón, cuello y manchó la ropa; el índice señaló al hombre a sus pies.

—Me llevarás hasta Estambul, además te asegurarás que lleguemos de noche, volveré a bajar y si te atreves a traicionarme te asesinaré a ti, a tu familia y toda persona que tenga lazos contigo.

—Sí, señora, se hará como usted ordene.

Bajó de nuevo al camarote, sacó los cuerpos; como pudo acomodó la puerta y se acurrucó en un rincón.

«Exageré con ese pobre hombre, pero tenía que asegurarme que no cometiera alguna estupidez; una vez en Estambul, le borraré la memoria para que pueda continuar con su vida normal", pensó mientras terminaba de acurrucarse.

Miró el reloj, mañana por la noche por fin estaría en Estambul, donde buscaría a Hanev Kal.

MériacDonde viven las historias. Descúbrelo ahora