El Demonio Interior

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Caminaba ansioso. El plan estaba a punto de fracasar rotundamente. Crispó los puños y golpeó con fuerza el escritorio de caoba. El trozo rodó por el piso. Un costoso mueble traído desde Italia para adornar la oficina ubicada sobre una nueva zona residencial y exclusiva —en la foresta de La Primavera, a las afueras de la ciudad de Guadalajara—, pero era lo que menos le importaba en ese momento. Daría todo lo que tenía, cada posesión, cada cuenta bancaria, con tal de cambiar el curso de los acontecimientos.

El sonido del celular lo devolvió a la realidad; era un mensaje escrito. Con desesperación abrió la interfaz y miró el contenido recién llegado: "FUE DESTRUIDO".

La mirada se llenó de cólera. No había tenido noticias de él desde hacía años, lo que menos deseaba era esa confirmación. La diestra destrozó el celular, trituró por completo la carcasa y la placa de circuitos electrónicos.

Lo que tanto temía había ocurrido «Debí haber ido yo", se recriminó a sí mismo. El salón donde se encontraba nunca había parecido tan pequeño, como si lo asfixiara.

Miró los cuadros que adornaban las paredes. Sobre todo uno, un enorme lienzo de una mujer vestida con un traje de noche del Siglo XVI. Los ojos azules parecían burlarse de él a través del lienzo y de cientos de años.

—Estarías feliz de verme fracasar —dijo entre dientes—; eso es algo que no sucederá, querida Regina.

Se irguió por completo, jaló con fuerza las solapas del saco de corte italiano —un diseño exclusivo hecho a medida— color gris Oxford, resaltaba la sortija color negro que adornaba el dedo anular derecho, el símbolo jerárquico entre los rebeldes que le daba el título de Obispo. Toda la ropa era diseñada de manera exclusiva para satisfacerlo por completo. La camisa sin abrochar el botón del cuello, no acostumbraba el uso de corbatas, odiaba todo lo que pareciera un grillete. Tomó del escritorio un reloj de pulso y ajustó la hora. «El tiempo es un recurso que no debe ser desperdiciado, independientemente si se es inmortal o no", pensó para sí mientras realizaba la acción que culminaba el atuendo.

Ladeó el cuello de izquierda a derecha para liberar la tensión. Había perdido a Gabriel por culpa de esa vampira que contaba con no más de tres décadas de edad inmortal. Amigo —y hermano— desde los tiempos de la Gran Revuelta fue destruido y enviado al infierno por ella, ahora Bruno Kurchenko, el sicario germano, compartía el mismo destino que el demonólogo.

—Te estás convirtiendo en un problema muy molesto, pequeña Mériac.

Desde que regresó a Guadalajara las cosas cambiaron, la guerra estaba en pleno apogeo. Los Cruzados iniciaron una ofensiva activa contra la Sociedad Inmortal. Comenzaron una nueva guerra en el viejo Mundo para reclamarlo como propio; el rumor que circundaba Europa se había confirmado —para denuesto de la Sociedad Inmortal—. Antonio de Casares despertó del letargo o escapado de la prisión donde el Gran Consejo lo tenía cautivo. Como sea que fuese, estaba de vuelta en el mundo de los vivos y no-vivos para terminar con lo que inició en el Siglo XVI.

La llamada Perla de Occidente fue el inicio de un nuevo conflicto. Los Antiguos que recordaban la Noche de la Gran Revuelta sabían que la guerra estaba por explotar con toda su brutalidad.

—Es tiempo que todo termine —caminó hacia la puerta—. El Gran Consejo caerá y los cruzados de Casares le seguirán para dar inicio a un nuevo orden.

Abandonó la oficina.

Afuera lo esperaba una mujer sentada en un sofá de dos piezas. Vestía en blanco por completo. Un pantalón de casimir ligeramente estrecho, descalza, con una blusa holgada de manga larga y cuello en V. El cabello corto, similar al de un hombre y de color azul como los ojos inexpresivos y fríos, de complexión delgada, con un metro con setenta de altura, sin lugar a dudas fue una campesina cuando fue convertida por lo delgado del cuerpo —casi famélico—, pómulos que sobresalían del rostro para afilarlo e incrementar el tamaño de los ojos, que ya de por sí eran grandes; labios delgados y pálidos como las nieves de los Andes. Dedos largos, huesudos, con uñas mal cuidadas —semejantes a dagas primitivas, elaboradas con los restos óseos de algún animal— resguardados en guantes marrón de piel de cabra. No tenía una sola gota de maquillaje en el rostro que mostraba los efectos del sol de quien ha trabajado en el campo.

MériacDonde viven las historias. Descúbrelo ahora