Guerra

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Como en tiempos antiguos, el aire se llenaba del aroma previo a la matanza. Una sensación provocada al tensar los músculos, sentidos con mayor agudeza y una sinfonía en lontananza, el sonido de la estampida, una carga de caballería.

Los caballos eran medios de transporte propios de los días del pasado, el sonido de pezuñas al golpear contra la tierra causaban una vibración que aumentaba la adrenalina y resonaba en el pecho. Corazones que latían a un ritmo de cascos al avanzar. Tolvaneras que anunciaban al enemigo aproximarse. Momentos previos, armas prestas, respiración y pulso acelerados; el enemigo a vista, blandían las armas con gritos de batalla, cientos de almas dispuestas a ofrecer un tributo de sangre y muerte en nombre de aquello que nos diferencia de los animales: el placer de matar.

***

Sujetó con firmeza el volante cuando de entre la tierra y pavimento vio emerger cuerpos con garras y dientes. No cambió de rumbo, un solo objetivo entrar y tomar la ciudad; escuchó cuerpos golpearse contra el vehículo, una silueta apareció a una centena de metros.

—¡Dale duro imbécil o esa perra nos va a detener! —gritó nervioso.

Pisó hasta el fondo. Arriba de doscientos veinte kilómetros por hora marcaba el velocímetro digital. Atravesó el cuerpo como si fuera una bruma, no hubo sonido de impacto, sangre o gritos; sin pensarlo el inmortal desenfundó una colt anaconda y apuntó hacía el techo, ella estaba arriba.

Ambos escucharon el tétrico sonido del metal abrirse ante un par de garras. Sin dudarlo comenzó a disparar hasta que vació el cartucho, cargó de nuevo su arma y reinició el ataque.

—¿La tumbaste? —preguntó el conductor aterrado.

—No lo sé, no escucho na...

La puerta fue arrancada de tajo y la mujer entró, las balas mordían la piel; sin embargo, cerraba ante cada nuevo impacto, las garras despedazaron al cruzado, la sangre bañó los interiores; el conductor sacó un arma e intentó defenderse, pero no hubo tiempo, sintió una herida que ardió en el brazo, con el rabillo del ojo vio como Diana lo canibalizaba.

***

El alarido retumbó en varías cuadras a la redonda, quienes lo oyeron quedaron petrificados del miedo, no parecía humano, como un lamento del más allá, ese grito inundaría por siempre casas, mentes y almas.

Ante el sólo quedaba una masa informe de sangre, carne y hueso. Un final cruel e inhumano incluso para un vampiro; ese fue el destino de Rafael a manos de Bruno Kurchenko, un sicario de los cruzados.

La masa sin forma aún se movía, el Diávolo procuraba dejarlos vivos hasta el último momento, en un sufrimiento que los tornaba por completo al Demonio Interior que habitaba en ellos, perdían todo rasgo de humanidad al ser tocados por el ingente dolor del legado persa, el poder de la familia procedente de los Cárpatos, allá en la mítica y lejana Transilvania, patria putativa del persa Fyrom Diávolo.

—Mi señor, la resistencia aquí ha terminado.

—Finalicemos el trabajo, Su Altísima Excelencia estará satisfecha—comentó complacido en un marcado acento alemán.

***

—¡Por Dios Mériac, no puedes salir en ese estado!

Con gran esfuerzo curó sus heridas, aún quedaban rasgos de quemaduras, pero ya veía de nuevo. Se encontraba obnubilada por esforzarse más allá del límite, logró reunir suficiente control para sanarse.

No escuchaba a Sofía, solo avanzaba; en vano la joven hacía esfuerzos por detenerla, pero era como tratar de parar un automóvil en movimiento. Hasta que fue derribada. Mériac la observó. Sofía se reculó, desconocía la expresión fría, inexpresiva, vacía, era la mirada del Demonio Interior impregnada en los iris —ahora blancos— de la joven vampira.

MériacDonde viven las historias. Descúbrelo ahora