Capítulo 1

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El agua la rodeaba, no podía respirar. Pero, extrañamente, Altagracia sentía paz. Una paz que no tenía hace casi una vida. Una paz que se le había negado desde aquel día cuando mataron a sus padres y a César, y le quitaron la inocencia. Una paz que siempre buscó en el poder, la venganza, en Saúl y no había encontrado... hasta ahora.

Qué fácil sería dejarse llevar por esa paz... Qué fácil sería olvidar todo y no sentir más... No sentir la culpa de haber abandonado a su hija cuando su deber era protegerla, la culpa de haber causado tanto dolor a gente inocente... No sentir la traición del hombre que amaba. Dicen que cuando estás a punto de morir, ves pasar tu vida frente a tus ojos. Pero Altagracia quería dejar todo atrás, no quería recordar.

Quería pudiera volver atrás y deshacer todo el mal que hizo, todas las decisiones incorrectas que tomó en el camino. Pero nada de eso importaba ya. Nada podría cambiar que estaba sola. Había roto toda conexión importante para ella. No tenía a donde volver.

Se sentía tan tentada de dejarse inundar por esa sensación tan agradable y no volver al mundo real. Hacía tanto tiempo que corría de su pasado y ya no soportaba más. Solo quería olvidar el dolor, no sufrir más. Abandonarse a nada.

Pero algo la sacó de pronto de ese espacio seguro. Sintió unas manos fuertes a su costado, halándola en cualquier dirección. Ya no tenía sentido de la dirección, no sabía hacia dónde quedaba el Norte o el Sur. El agua salada que hace un segundo le había servido de refugio ahora le quemaba los pulmones y la garganta. Sintió el calor del sol sobre su piel. Un sol indolente que la cegaba. Se sentía completamente desorientada pero dentro de esa confusión podía oír una voz conocida.

— ¡Doña, Doña! ¡Reaccione, por favor! ¡Quédese conmigo! ¡¿Me oye?! ¡No se atreva a dejarme! – Repetía una voz masculina

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— ¡Doña, Doña! ¡Reaccione, por favor! ¡Quédese conmigo! ¡¿Me oye?! ¡No se atreva a dejarme! – Repetía una voz masculina.

Matamoros, pensó Altagracia. No tenía fuerzas. Quería gritarle que la dejara ir, que le permitiera la paz que el mar le había prometido. En otras circunstancias se hubiera preguntado qué hacía Matamoros ahí, cómo la había encontrado. Pero quién podía pensar en nada cuando se sentía una opresión en el pecho tan grande que pensó que iba a morir.

Y ojalá.

Ojalá que la muerte se la llevara. Así no sufriría más por una vida que nunca podía tener.

Finalmente, se rindió. Que el destino hiciera lo que quiera con ella. Ya nada le importaba.

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