Jayce parte 3

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Mientras Jayce estudiaba recluido, los exploradores del clan Giopara descubrieron un cristal azul en bruto enterrado en las profundidades del desierto de Shurima. Aunque Jayce se ofreció voluntario para experimentar con él (en concreto, sugiriendo que los demás académicos del clan carecían de la inteligencia necesaria para obtener resultado alguno), la falta de tacto de su propuesta hizo que el clan optase por cedérselo a académicos con mejores modales como forma de castigo. Sin embargo, tras muchos meses, los académicos alcanzaron una conclusión unánime: el cristal no servía para nada. No era sino un trozo de roca de poder exhausto. Los líderes del clan, decepcionados, acabaron por ceder el cristal a Jayce, asumiendo que ni siquiera él, con su singular inteligencia, sería capaz de sacarle provecho alguno.

Algo llamaba a Jayce desde el interior del cristal. No, era más que eso; le cantaba. No podía explicar por qué, pero sabía que la gema de Shurima albergaba aún misterios por descubrir.

Pasó muchos meses sometiendo al cristal a todo tipo de pruebas. La ancló a los engranajes de una centrifugadora, la llevó a los extremos del calor y del frío. La manipuló, la observó y formuló hipótesis, y se dio de cabezazos contra su pantógrafo de cobre. Sencillamente, Jayce no estaba acostumbrado al trabajo duro: aquel maldito cristal era lo primero que se había resistido jamás a su considerable destreza mental. Por primera vez, se percató de lo que sus colegas debían haber sentido al tratar de resolver con ahínco un problema, solo para estamparse contra el muro de sus propios límites. Era frustrante. Era injusto.

Y probablemente fuese incluso mucho, mucho peor si estuviese uno trabajando junto a un inventor arrogante que despreciase todos y cada uno de sus esfuerzos.

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