Cap 118 Tú eres la clave

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Punto de vista de Erica

Me duele la cabeza y me cuesta abrir los ojos. Esté donde esté, estoy en movimiento. Mi cabeza rebota bruscamente contra el asiento de un coche y lo único que oigo es el ruido de los neumáticos contra la grava. La carne podrida es el único olor que llega a mis sentidos, así que sé que sigo rodeado de granujas.
Necesito quitarme el sueño de los ojos e intento mover las manos, pero las tengo atadas a la espalda. Al abrir los ojos, es como si mirara a través de una bruma. Todo parece borroso y desorientado.
—Creo que se ha despertado—, dice una voz ronca.
-Imposible—, dice Alice desde la parte delantera del vehículo. - Debería estar inconsciente al menos unas horas más—.
—¿Debo dosificarla de nuevo?— Pregunta el hombre a mi lado.
—No podemos arriesgarnos—, dice Alice malhumorada. —El niño tiene que nacer ileso—.
Bruscamente, el hombre que está a mi lado tira de mí hasta
sentarme. La niebla empieza a desaparecer de mis ojos y puedo ver con cierta claridad. Miro al hombre que me sujeta por el hombro e intento recordar todo lo que hay en su rostro. Cada centímetro de su piel parece estar cubierto de suciedad. Parece como si no se hubiera duchado en años. Tiene el pelo largo y enmarañado, con palos y hojas que sobresalen en direcciones extrañas. Sus ojos marrones están apagados y me miran con desdén. Me mira por la nariz torcida y una sonrisa socarrona se dibuja en su rostro.
—¿Te gusta lo que ves, Luna?—. Me dice mientras mueve las cejas de forma sugerente.
—No la llames así—, le suelta Alice desde el asiento delantero. — Ella no es ni será nunca una Luna—.
Un gruñido retumba en mi pecho ante su falta de respeto hacia mí. Intento lanzar mi aura de Luna sobre el coche y exigirles que se detengan, pero no funciona.
-Somos pícaros, cariño—, se ríe el pícaro que está a mi lado. —No nos manda nadie. Ahora daos la vuelta—.
Temiendo por la vida de mi hijo nonato, hago lo que me dicen. Me giro hacia la ventanilla del todoterreno en el que viajo. Todavía está oscuro y viajamos deprisa. Los pinos bordean la carretera llena de baches por la que viajamos, pero no hay nada que me indique dónde estamos ni cuánto tiempo he estado fuera.

El pícaro saca un pañuelo de su bolsillo y me lo ata con fuerza alrededor de los ojos. El olor de la tela me provoca arcadas.
—Voy a vomitar—, les advierto a todos, pero no noto que el todoterreno se detenga. —Si no paráis ahora mismo, voy a vomitar—, digo esta vez más alto.
Me empieza a sudar la frente y se me hace la boca agua. El calor se apodera de mi cuerpo y sé que sólo me quedan unos instantes antes de vaciar el contenido de mi estómago por todo el todoterreno.
—Por favor—, me atraganto con la bilis que me sube por la garganta.
—No creo que esté bromeando—, dice el pícaro que está a mi lado. —Está un poco verde—.
—Callate—, dice Alice con frialdad. —No pararemos hasta que lleguemos—.
Incapaz de aguantarme más, abro las piernas y vomito en el suelo del todoterreno. El olor del pañuelo que me envuelve la cabeza no ayuda a la situación y el vómito sigue saliendo.
—Tienes que parar el coche—, el pícaro que está a mi lado se atraganta con sus palabras. —No puedo con el vómito—.
—Para el puto coche—, grita Alice y los neumáticos se detienen chirriando en la carretera y yo salgo despedido hacia delante en mi asiento.
Oigo puertas que se abren y se cierran a mi alrededor. Alguien me agarra del brazo y me saca del todoterreno. No consigo ponerme en pie lo bastante rápido y caigo de rodillas al suelo. La grava se clava en mi piel y grito de dolor desde las rodillas hasta las caderas. Me levantan y me arrojan a los brazos de otra persona.
Siento el calor de la sangre que corre por mis piernas mientras intento mantenerme en pie. Sigo teniendo arcadas por el vómito que sigue subiendo por mi garganta. Cada vez que intento agacharme para vaciar el estómago, me vuelvo a poner de pie y vomito en la parte delantera del vestido.
El sonido de unos pasos crujiendo en la grava llama mi atención. Quienquiera que sea, se acerca a mí. Unas uñas afiladas me rozan la piel y me apartan el pañuelo de la cara. Alice está de pie frente a mí con cara de enfado.
—Estúpida zorra—, me sisea.
Retira la mano y me da una bofetada. Mi cabeza se inclina hacia un lado por la fuerza del golpe y sé que me ha dejado una marca. Me sale sangre por la comisura de los labios y la escupo en dirección a Alice.
—Tienes suerte de estar embarazada—, gruñe Alice. —-Si no tuvieras lo que necesito ya estarías muerta—.

—Nunca tendrás a mi bebé—, le gruño a Alice. —Mis compañeros vendrán a por mi—.
—Mis hijos nunca te encontrarán—, se ríe Alice. -Estamos tan lejos de las Manadas del Este y del Norte que sólo quedarán tus huesos para cuando te encuentren—.
—¿Por qué no puedes dejarnos en paz para que seamos felices?-. Las lágrimas empiezan a correr por mi cara.
—Eres realmente una estúpida—, Alice continúa riéndose de mí. - Resulta que no eras tan inútil como yo pensaba. Eras la clave para unir a las manadas. Puedo admitirlo ahora, pero una vez que nazca tu hijo, ya no serás necesaria-.
—Te dieron una profecía sobre mi hijo—, jadeo en voz baja.
—Me dieron mucho más que eso—, Alice se ríe.
Tiran las alfombrillas del todoterreno a un lado de la carretera y me vuelven a meter en él. Esta vez no se molestan en taparme los ojos, pero estoy demasiado asustada para prestar atención a dónde vamos. Apoyando la cabeza en el frío cristal de la ventanilla, observo cómo los árboles pasan zumbando a nuestro lado.
Cierro los ojos y llamo a mis compañeros a través del vínculo. Por favor, ayudadme. Espero pacientemente una respuesta, pero no la hay. Debo de estar demasiado lejos de ellos. Aprieto los ojos y las lágrimas caen por mis mejillas. "Nuestros compañeros vendrán a buscarnos"—, dice Envy, que por fin despierta en mi cabeza.
"Y si no vienen"—, le pregunto.
"Entonces tendremos que encontrar solas la forma de salvar a nuestros bebés"—, responde mientras se acurruca en mi mente.

Maldecida con los trillizos alfa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora