40. Mesa

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El pequeño Marcus Alejandro II tenía los ojos más oscuros que Julio había visto jamás, la cabeza cubierta por una capa de pelo finísimo y las manos y los pies tan, pero tan pequeños que ni siquiera podían abarcar el meñique de su padre. La primera vez que lo tuvo en brazos, el bebé de apenas unas horas de vida se puso a llorar desconsoladamente. La segunda, también. Y la tercera. Y no hubo una vez en siete días que Julio pudiera tomar a su sobrino sin provocarle el llanto, ni siquiera cuando parecía que el pequeño dormía.

Después de muchísimos intentos, decidió no volver a hacerlo. Si quería mirarlo o hablar con él, lo hacía mientras estaba en brazos de Marcus o de Claudia, o de algún otro soldado al cual, por supuesto, no se le revelaba. A todos les hacía mucha gracia ese hecho, aunque nadie se atrevía a decírselo, pues la cara de enfado de Julio era aterradora.

Excepto para sus dos amigos, por supuesto.

—No te preocupes —le dijo Marcus Alejandro una noche, mientras su prometida y su hijo dormían abrazados— Cuando crezca admirará a su tío Julio.

Él lo miró detenidamente. Marcus Alejandro tenía una sonrisa constante esos últimos días, a pesar del cansancio que podía leerse en sus ojos. Vestía ropa sucia y llevaba el pelo enredado bajo la tira de tela que le echaba el flequillo castaño hacia atrás. Parecía tan agotado que Julio lo veía capaz de quedarse dormido ahí, en el suelo, con la espalda en la pared, solo para no alejarse de su familia.

Asintió lentamente sin estar muy seguro de por qué lo hacía y se arrastró un poco más cerca de él. Se llevó las rodillas al pecho. Entonces, ambos miraron fijamente al bebé, que respiraba pacíficamente cubierto por el brazo de Claudia.

—Hace ocho días, ¿no? —preguntó.

Marcus Alejandro suspiró.

—Sí.

—No ha venido nadie...

Los dos respiraron y se quedaron en silencio. No era la primera vez que les pasaba. No era la primera vez que Julio se sentía tremendamente confuso porque no sabía si prefería esa incertidumbre en la que estaban, de alguna forma, a salvo; o que los atacaran de una vez para poder matar a ese demonio y terminar con todo.

Estaba realmente agobiado. Cuando sus amigos estaban ocupados cuidando del bebé, dejaba volar su mente. Ésta iba en una única dirección. Lilith no le había dicho cómo era Astaroth. No sabía qué aspecto tenía su nuevo enemigo, el ser al que debía aniquilar, su moneda de cambio. No sabía si ya estaba allí, fingiendo ser alguno de los soldados, o si todavía no había llegado. Claudia no recordaba su aspecto y no podía perseguir a sus compañeros para averiguarlo cuando normalmente no les daba ni los buenos días.

En resumen, si Astaroth estaba en el campamento, no lo sabría hasta que atacara.

Esto le proporcionaba a Julio la misma inseguridad que todo lo demás. No podía dormir bien, no podía dejar de preguntarse cuál sería la forma de matar a un demonio, no podía dejar de pensar en Lilith y en sus intenciones. Ningún demonio ayudaba a un humano sin pedir nada a cambio.

Y lo peor de todo aquello era mantenerlo en secreto de su amigo, de su hermano. Porque Marcus Alejandro tenía derecho a saberlo, pero posiblemente se enfadara con él por haber aceptado. Pero cada vez que lo veía y cruzaban miradas su mente le gritaba "díselo".

Aquella noche pasó largos minutos debatiéndose hasta que llegó a una conclusión. Se llenó el pecho de aire y giró la cabeza hacia él.

—Marcus —pronunció, pero el aludido se había quedado dormido en algún momento.

Frustrado, Julio enterró la cara entre ambas manos y soltó un gruñido. Observó la habitación con nerviosismo, se levantó y salió de allí. Y no lo dudó un segundo antes de sacar su espada de la vaina y lanzarse contra el árbol más lejano dentro del campamento para descargarse contra él.

Hugs with the Devil [EunHae +18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora