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¿En cuántas ocasiones el sonido de un disparo provocó un suspiro de calma en otra persona? Lo inhumano de este mundo, el olvido y el toque de azúcar que le ponen constantemente a la vida no hacía más que aquello, generar una dulce de algodón en los adentros de la chica que había halado del gatillo dos veces.

Dos veces, solo dos veces para cobrar lo que hicieron por casi todo un día.

Su mano seguía extendida en dirección a su objetivo, el que ya tenía nombre, el que ya nunca sería buscado, el que ya nunca sería recordado por aquel pueblo, por aquel país o mundo, tal y como lo han hecho con su hermana, con Layi.

Por su espalda, su pareja, Hyuk, tomándola de su mano libre, apretando suave solo para darle a entender que lo tenía aquí, con ella por muy fugaz que fuera el momento. Él mismo sabía perfectamente la cantidad de lágrimas que su amada podría soltar en el momento cuando por un año entero, no derramó ni una sola por la cantidad de sangre que había visto en cuestión de días, en cuestión de meses en el que la siguió, en el que la tuvo.

Hyuk era el único en aquella habitación con derecho a reclamar por su sueño, por noches de tranquilo dormir, puesto que todo este tiempo, tras la muerta de la hermana de su amada y la búsqueda de cada uno de sus asesinos, no hizo más que velar el sueño de Kenani, cada madrugada despertando con gritos, cada noche, teniendo pesadillas de la última imagen que tuvo de Layi, teniendo terrones nocturnos, creyendo que todo era su culpa, cada cosa, cada día, cada gesto.

Si tan solo Kenani no hubiese reaccionado como lo hizo, entonces Yves no hubiese llegado tan lejos, habría tomado el mensaje, pero ella misma se aseguraría de no poner a sus cercanos en peligro, quizá sacar a Layi del pueblo y por fin vivir una vida como hermanas en la misma casa, en la misma escuela, con los mismos platos.

Pero no era el caso.

No era su culpa, no fue su tono, no fue ella.

Siempre fue y será Yves, Trevor, Dan, Grey, Joe y Xavi.

En la otra punta, aún con el labio inferior temblándole, estaba Molly, sintiendo como su maquillaje comenzaba a correrla por su rostro mientras miraba y hacía conciencia de que era un cómplice de una muerte. Kenani, la que fue su Adela, había halado del gatillo, había hecho lo que no quería que hiciera, lo que le pidió no hacer.

Trevor.

Trevor no giró a ver a su izquierda, justo donde el ya yacente cuerpo de su amigo Yves, estaba clavado, martillado por la chica de sus pesadillas, tan parecida a la chica de sus sueños y su vida real.

—Tú – comenzó Kenani, ahora con su nombre puesto gracias a Molly – tú – se dirigía a Trevor, que seguía con su mirada ida en el suelo, lo que había hecho cuando escuchó y vio el primer disparo dirigirse al centro de la cabeza de Yves y solo escuchó el segundo, el estallido que vio de reojo, le decía que el ese fue en el corazón.

Y ahora le estaba hablando, con esa familiar voz, en un tono lloroso, casi cayente. Quería romper a llorar, ponerse sobre sus rodillas y pedir perdón, pedirle perdón a la que estaba y a la que ya no estaba.

—Nadie nunca vio una diferencia en nosotras, ninguno de los pocos con los que nos presentamos como tales, ni familia, ni cercanos, nadie – afiló su mirada hacia el chico que seguía sin verla – hasta que llegaste tú, fuiste el único que lo vio.

Trevor ahí, parpadeó y afiló también su mirada hacia la chica que le provocaba más dolor verla.

—L-la luz de los ojos, es ciertamente la misma, pero el tono de cada par – habló, mirándola como si estuviese presenciando a la única persona estaba en el mundo además de él – no es color únicamente, si no la forma de hablar de los tuyos de los de ella.

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