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El olor se extendía por las cuatro paredes y más allá, justo donde su figura acentuaba en dirección alta a su nariz. Ojos cerrados mientras llevaba una mochila y unas manos manchadas de silencio.

Dolía...

¿Dolía, verdad?

La putrefacción adentrándose a sus pulmones, comiendo las ganas de seguir parada, tragando sus ganas de dar una sola oportunidad, cuando lo que menos había en su cuerpo, era la compasión y la calma a que algo pasara, a que alguna divinidad alta a la que todos rezaban con o sin fe actuara ahora en su desesperación; no iba a esperar a que el karma se tomara su tiempo; no iba a esperar a que nadie se atreviera a palmear su hombro diciéndole lo que todos suelen decir cuando nada más, o bien nada sincero salía de sus bocas.

Lo tomaría todo entre sus manos y lo destruiría.

Las yemas de sus dedos estaban ardiendo en ganas, y no había nadie que cocinara sus antojos. Nadie, excepto las personas que provocaban el hambre que disfrutaba. Era como si tuviera su propio ganado, alimentándose a ella misma, arrancando la piel con un cortaúñas puesto que la tortura, era el ingrediente perfecto de todas sus mañanas, incluso en el almuerzo o cuando no se le antojaba nada en las noches, como la que se veía llegar muy, muy cerca de la ventana que tenía al frente. El cielo nublado besando los árboles como los campos vacíos y dados solo para sí misma. Se aseguraría de darle un buen uso a ese campo, como a esa pequeña cabaña donde solía quedarse todos los fines de semana, tirando todas las cosas que llevaba para vestirse entre la sociedad.

...

Fingir era fácil.

Toda la sociedad estaba acostumbrada a fingir. En el trabajo, en el estudio, en casa o incluso frente al espejo, donde a pesar de la luz del reflejo, nada podía quitar de encima la marcada silueta de la máscara que se utilizaba.

Durante mucho tiempo, ella había fingido estar bien, o mejor dicho mucho mejor que bien y bajo esa actitud, no recaudaba ninguna estimulación, conducta o respuesta que la sacara del agujero en el que estaba metida. Era una patada en el trasero y solo quería irse, buscar por otras fronteras una forma distinta aliviar el asqueroso pesar, la inmaculada dolencia y la mierda de suciedad que sentía por dentro y fuera. Quería acabar con todo aunque eso le costara mucho.

A estas alturas ya nada la detenía, ya nada le importaba.

Su enorme sudadera tapaba mucha de su piel porcelana, tanto brazos, como cuello y hasta la parte alta de sus rodillas, llevando el paseo más abajo, a las altas calcetas negras que se ceñían a la mitad de sus rodillas e invitaban a ir más abajo, a sus zapatillas deportivas altas de color negro enlodadas de la briza y el mar que olía tan fuertemente incluso frente a un basurero. Amaba el mar, por lo que justo en ese momento, estaba parada frente a la playa, besando con sus manos la blanca arena, usando la capucha y mordiendo sus labios, como si lo que llevaba en su mochila no fuera a robarle pronto todo su ánimo .

-Pareces de muy buen un humor.

-No lo estoy –respondió fríamente.

-¿A no?

-No.

-¿Por qué?

-Estúpida pregunta.

-Solo quiero entablar una conversación, llevamos mucho tiempo sin poder hablar como los amigos que solíamos ser antes. Es decir, sí, yo sé que te mudaste y que tu nueva visita y el hecho de que ahora vuelvas a vivir aquí, afecta, sobre todo luego de estar internada en un espacio solo de chicas. Esos lugares son la muerte y no te generar más que las ganas de salir corriendo y pecar porque sí, porque la vida es corta.

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