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La forma en la que sus labios, fríamente cálidos, iban dejando un rastro por su cuello, de aquellos que, sin saber, había extrañado tanto, de aquellos cuyo sonido era un acorde más para sus latidos saltándose su blusa y su piel, vibrando alto en su alma. Le producía un cosquilleo exquisito al tacto, haciendo una fiesta en su cabeza, provocando que sus ojos se cerraran y la llevaran así, fuera de la realidad, solo quería dejarse llevar, por un momento, por un instante, solo quería recordar, qué era ser protegida, que era estar en casa, qué era volver a la calidez de un hogar que le fue arrebatado por mucho tiempo y ahora se sentía como un niño con su primer juguete.

Tenerlo ahí, rodeándola con sus brazos que era mucho más, eran como un escudo, como el techo que la extraño, como el nido que la anheló todo ese tiempo a distancia.

Las palabras quedaban demás, era lo que pasaba, lo que estaban dejando pasar, lo que estaban viviendo en el segundo y ella solo quería disponer todos y cada uno de sus poros a esos labios, quería poner a merced de aquel, todo su cuerpo, toda su alma, sabía perfectamente que dejándolo entrar, a la hora de salir, todo iba a estar bien; limpiaría sus lágrimas, sus cortes, sus rasguños, limpiaría todo, lo tomaría en sus manos y lo guardaría en un cajón, uno al que solo él tenía acceso desde que la conoció, desde que la vio en la orilla de la playa, caminando sobre la arena, descalza, juntando conchas de mar, tomando las más oscuras y más quebradas.

Ese día.

Estaba lloviendo a cántaros esa tarde camino a la universidad, él iba tarde para la primera fase de su examen de tercer año, pero para ese momento, con los pedales de su bicicleta lisos, su mochila empapada tanto como toda su ropa y su cabello. Sería tonto esperar debajo de alguna pestaña, cuando ya todo había salido por el drenaje, aún así lo hizo y se parqueó, a pie, cerca de la playa en Cornualles; agradecía que no hubiese nadie justo a las tres de la tarde, como si fuera solo él con la lluvia y las olas golpeando la arena.

Justo cuando estaba más cerca de una banca techada que mantenía su centro seco para cubrirse del goteo que iba a pocos variando su furia, sus ojos lo hicieron dejar caer su atención sobre algo un poco más debajo de él, justo más allá de las rocas y la grama rociada. Era una chica, una que caminaba muy cerca de la orilla de la playa, muy cerca de la boca de las olas; se iba inclinando de vez en cuando, como si fuera levantando cosas del suelo y juntándolas en su pequeña mano; además de eso y su cabello destilando, iba descalza, con sus calcetas blancas a medio ensucie completo, casi alcanzando su falda de paletones.

No hizo nada, quizá solo era una pasajera, aunque eso no tenía mucho sentido, mucho menos porque llevaba puesto un uniforme y una sudadera enorme y empapada ¿qué estaba haciendo?

Hasta ese momento, le había entrado la imagen de que era una estudiante, una mucho menor que él, una a la que le importaba más recoger lo que sea que hubiese en la arena, en lugar de alejarse las olas que iban a comérsela viva.

No era alguien que solía tirarse encima de alguien para salvarlo, pero parecía que aquella muchacha perdida en sus pensamientos estaba más aislada de la realidad que cualquier otra cosa, en cualquier momento, la lluvia jugando con la playa, haría que el pelotazo le cayera de pronto a la niña, llevándosela consigo misma y es que no faltaba mucho para que eso pasara. Como reacción inmediata, el chico había dejado tirada la bicicleta y pudo sentir la velocidad con la que sus pies se movieron para acercarse a donde estaba la muchacha.

Todo pasó muy rápido, casi como una luz, ya que no sintió en qué momento una ola grande salpicó por su espalda, levantando más arena y viento; en sus manos, ya solo quedó en cuerpo de la chica que, como una pluma, empujó contra la primera superficie que encontré lejos de la orilla de la playa. Todo allí abajo olía diferente, se sentí el olor a humedad, el musgo y el agua de lluvia, todo ahí, era mucho más cercano a la tempestad que cualquier otra parte. El muchacho hizo de ver que no fuera a venir otra ola o bien, que todo estuviera tranquilo por la lluvia, que inesperadamente, se sentía menos en aquella parte en la playa; no solo para él, sino que también para la chica a la que tenía agarrada con fuerza, con fuerza, ya que la chica pujó por el apretón que había hecho desde su estrecha cintura y sus hombros.

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