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Hanadriel estaba recostada en una maroma bastante interesante, sobre el frío hierro de su bicicleta, con la suave sombra de las hojas cayendo en su rostro y los pensamientos golpeando extremo tras extremo en su cabeza, la carcomía la ansiedad que crecía con el paso del tiempo. Entre más estaba ahí, más quería arder todo en llamas, cada centímetro, cada persona, cada criatura, sin excepciones, eso era todo lo que quería hacer. Mandar todo al demonio.

Para su mala suerte, sus pensamientos calinosos se vieron interrumpidos en varias ocasiones cuando escuadrones de chicas de su misma escuela, se detenían a verla, susurrando sin descaro alguno, lo que más le interesa, era que la mayoría eran de clases mayores a la de ella.

Tal vez debía estar en segundo año.

El primero era el indicado para esto. Sí, lo era.

A duras penas podía escuchar lo que decían porque sus pensamientos seguían ahí, borrosos, pero aún ahí.

Quería sentirlo, poder encontrarse una vez más, pero la constante imagen de él aparecía una y otra vez, haciendo que las más filosas de sus pesadillas, se asomaron a los del cielo de sus dedos, no pudiendo impedir que ella parara de hacer todo lo que ha hecho durante todo este tiempo. No podía, no podían pararla, ni siquiera lo más divino, a lo que todo el mundo clamaba por perdón o un motivo.

Sí, eso.

Un motivo, quería un motivo. La razón del por qué fue, lo que pasó, del por qué pasó como pasó. Juraba que luego de escuchar esa razón, su mente se comunicaría con sus manos y su sed, y se calmaría, haría lo que sea para calmarse. Lo que sea.

—Es la chica que se mantiene con el busca pleitos ese, Trevor.

Eso si lo había escuchado, para antes de que terminara el comentario, los ojos de la chica se clavaron sobre las que estaban hablando, pero estas, actuaron como si eso era lo primero que estaban buscando cuando se detuvieron a verla, eso querían, que Hanadriel las volteara ver, para poder sacar las burbujas que tenían metidas en la boca, las que burbujeaban de espesor por decirle algo, pero ¿qué cosa?

Hanadriel no dijo nada, se quedó ahí recostada como si estuviera sobre uno de los helechos más cómodos del mundo, preparándose para lo que sea que le fueran a decir. La verdadera ella, en aquella situación, habría devuelto la mira por un par de segundos, justa antes de poder seguir por su camino, alejándose, no preguntándose nada, la verdadera ella, no soporta articular palabra, con la única persona con la que valía hacerlo, ya no valía más.

Una de estas, era como un petirrojo, de altura media y ojos avellanados, a juego con su bronceada piel debajo de sus rosadas mejillas salpicadas que resaltaban mucho más bajo la temperatura que se incrementaba en lo más que veía a Hanadriel. Pero ni la conocía. La otra, era de cabello corto, arriba de los hombros, ojos negros, luminosos, piel blanca con mejillas que casi se podría jurar que se las pellizcó porque estaban realmente rojas. Era delgada, con dedos alargados, pero principalmente con un rostro roto. No se podía asegurar el pasado de esa gran cicatriz, pero se podía asegurar que algo vieron los ojos de esta, cuando se encontró con los de Hanadriel.

La presión, el misterio y las interrogantes, aumentaron, pesaron y empujaron más cuando entre un viento frío, la pelirrojo, dejó caer su teléfono, cubriendo su boca y anulando una parte del chillido que soltó sin dejar de verla.

¿Qué estaba pasando?

La morena, se quedó pasmada, sin parpadear. Era casi como estuvieran viendo un fantasma, pero uno al que se contaba, conocían, y conocían muy bien porque, un chillido lamentado como ese, no se daba por cualquier cosa.

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