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Hace un año. 

El número dos, el segundo, el verdadero, la mano derecha del creador de aquella noche. Él, su principal golpeador, si mayor fuente de dolor estaba ahí sobre ella, saboreando su olor mezclado con sangre, bebiendo de su cuerpo. Deseaba no estar ahí, pedía no estar ahí, pedía que no fuera él y que sus ojos realmente la estuvieran engañando.

Él no, por favor.

Que no fuera él.

Sus ojos se apretaban con fuerza y llanto para poder negar la imagen que fue capaz de borrar todas las anteriores que ella misma hizo para sí. Todas las imágenes pasadas a la noche aquella en la que un beso le arrebató más que un trozo de piel.

Pero el estaba ahí. Realmente estaba ahí.

La mano fría de su personaje, la tomó con fuerza del rostro, forzándola a verlo y casi sugiriendo en silencio que dejara de llorar de una vez por todas si no quiera que las cosas se tornaran aún peores para ella. Pero ¿acaso había algo peor que ser arrebatada de la paz, una sola noche en repetidas ocasiones? Sobre todo, cuando el arrebatamiento mayor, fue del que ahora, no dejaba de verla a los ojos.

Sus maltratadas y temblorosas piernas, rodeaba perfectamente el cuerpo de él. Su cuerpo, tomaba incorrectamente el de ella. No era por nada lo que quería en su vida. No era por nada lo que esperaba en su vida.

¿Por qué?

¿Qué hizo?

En el punto dos sus luminosos ojos chocaron realmente, bajo la opaca voz que le quedaba, solo, no pudo más.

—¿P-or qué?

No hubo ni una decena de segundo de espera, cuando el apretón en su rostro bajo la mano de aquel muchacho se pronunció de nuevo.

La frialdad con la que la miraba, la fuerza con la que la tomaba, la agilidad con la que la ajustó a la altura de su cuerpo estampado al suelo.

De entre todos, él era quién había tomado el hierro a tirar a golpear. Él, la mano derecha del ejecutor principal. Robándose el espectáculo, gracias a la rapidez con la que tomaba las cosas para batir el cuerpo de la chica que estaba a su merced. Y cuando se dice a su merced, es que claramente, y sin que él lo supiera, la chica le hubiese entregado todo, completamente todo aún sin haberle preguntado o forzado a nada.

Ella, perfectamente le hubiera abierto la puerta para que hiciera y deshiciera cuando quisiera. Lo sabía, lo sabía ella perfectamente.

Pero él no.

Él no lo sabía así.

—¿Qué tanto le ves? – bufó el primer muchacho, una vez más escondido entre la oscuridad de su mera presencia y el de la noche.

Ni ella ni él dejaron de verse por un largo tiempo. Hipnotizante, afilado, frío y rojo. Eso era todo, esos eran unos cuantos segundos para ellos.

—¿Por q-qué? – Volvió a decir ella, solo para él. Porque en ese momento para ella, solo estaba, era y sería él.

Esa mirada, exactamente esa mirada.

La mano del chico bajó por su cuello, ajustando pronto ambas manos alrededor del mismo, el proceso sin dejar de verla a los cansados y traicionados ojos verdes suyos. ¿Traición? ¿Por qué? Había algo, la existencia de algo clavado. Pero ¿qué?

—Te he preguntado qué tanto le ves.

Las voces de cualquier otro se borraban durante el trayecto a sus sentidos y por muy raro que pareciera, sentía cómo a través de aquellos grandes ojos que vestían esmeraldas, la chica le pedía algo que no podía darle porque nunca sería capaz de comprender lo que era, lo que ella quería.

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