79.

471 28 23
                                    


Empújame. Quiébrame. Ódiame.

Déjame sentir el mismo dolor que tú.

Ódiame. Quiébrame. Empújame.

Pero prométeme que me vas a salvar.

Prométeme que no vas a dejarnos ir.

Sálvame, quizás, por favor.

—Sa-s-bes, que a-psar de to-do, no pu-e-do-o, odi-ar-t-e – la chica tragó los restos de su llanto – lo s-abes.

Lo amaba. La chica de verdad lo amaba.

Alguien amaba sus demonios.


La cabeza de Trevor parecía bailar en una sala donde ni ritmo ni melodía parecían querer estrecharse las manos, donde el compás le picada por todas partes, afilándose en su cabeza, justo donde se encontraba perdido, justo donde la imagen de Hanadriel, al lado de ella, estaba tan viva.

Cualquiera lo podría llamar loco, obsesionado, y hasta decir que parece no haber superado a esa muchacha cuya vida el se prestó en acabar. Y cómo no iba a superarla, si la recordaba, la recordaba desde muy pequeña, en una esquina con témpera en sus dedos mientras pintaba algo que ni un niño o psicólogo podía entender; ahí, con doce años, con catorce años marcados por el beso que vio que le robaron, su primer beso, el que había tomado como una cosa más a su lista de experiencia y también, como celos, los que negaba y seguía negando aún cuando Dan le aclaró lo que en verdad pasaba, pasó y seguiría pasando, aparentemente.

No era como si él no supiera que sentía algo por ella, era más bien el hecho de que él, estaba sintiendo algo. Sobre todo, cuando dejó que Yves se la llevara, cuando lo único que lo distanciaba de ella eran un par de centímetros para poder besarla, un umbral fue al final, lo que verdaderamente la alejó.

Recordaba la voz de su amigo, contándole cómo terminó con ella esa misma noche, cuando los dejaron solos, y cómo y cuánto la había drogado, golpeado y humillado, cuánto había disfrutado haber estado dentro de ella como si le dijera en presente y futuros pensamientos, que siempre iba a estar ahí, en cada poro, en cada sueño, en cada memoria.

El dolor seguía presente, era dolor ¿verdad? El peso de lo que había dejado ir, el peso de lo que había dejado a merced de otros, el precio por haberse fijado en ella.

Todas las noches en las que la imaginó ahí, recostada en su cama, mientras parloteaba sin parar, todas las tardes en las que caminó colina abajó bajo el cielo gris, pensando en ella ahí, caminando en zigzag a su lado, camino a casa, comiendo algodón de azúcar, sabor a goma de mascar, su favorito. Todas las medias noches en las que soñó, imaginó teniéndola a su merced, mientras con sus mancillados dedos, recorría el paso de su suave piel, sin malentendidos, solo por mera adoración, por mero gusto a lo que veía, a lo que sentía a lo que gusta. Sabía de entrada que ella no tenía ninguna experiencia, que ella temblaría en su contacto, que ella sentiría cómo sus costillas entrarían en contacto con su corazón por las fuertes palpitaciones.

Y todo cambió, cambió cuando entendió que ella sentía algo por él, que él era algo para ella.

Estás enamorado, hermano.

La voz de Dan retumbaba, la imagen de la chica tintineaba, el rostro de Hanadriel, lo interrumpía, pero no corruptamente, pero para ahogarlo más.

Hanadriel se había impresionado cuando vio a Yves, se había marchado sin más entre la niebla de Londres como si hubiese olvidado que dejó la estufa encendida.

SeisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora