Capítulo 21

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Los esposos trabajaban en la casa de la Señora Teba. Víctor aprendía a ser más rápido para limpiar la tierra, conociendo ahora los trucos sobre las faenas campesinas.

Amelia ayudaba en la cocina y limpiaba la casa, para ella esto era una tarea sencilla, puesto que esta casa era pequeña en comparación a la gran mansión Fortunato y el mayordomo estaba encantado que todas las labores fueran realizadas tan ágilmente, que ya tenían incluso tiempo libre y especialmente para la señora Dorotea, quien podía descansar con frecuencia y sentarse en la cocina para beber un té.

Desde que la pareja escapó y llegaron a la Ciudad del Puerto, han pasado 2 meses.

— Eres una jovencita muy hacendosa, ¿tu madre te enseñó? — dice Dorotea mientras estaba sentada en la mesa de la cocina, limpiando unas legumbres.

— Sí... aprendí de mi madre — responde Amelia, quien cuidaba las ollas que estaba en la lumbre de la cocina.

— Tus suegros deben de estar muy complacidos contigo. Todas las madres esperan que sus hijos encuentren una buena mujer, buena y esforzada

— Sí, creo que mis suegros están conformes conmigo — se lo decía Amelia sin mirarla, mientras revolvía el guiso que preparaba.

Amelia meditaba sobre los Fortunato. Ellos debían de odiarla, ya que, por su culpa, alejó a un hijo de sus padres y ahora lo buscaban con desesperación.

— Ustedes son una pareja muy linda, se puede percibir, porque se respira paz cuando están juntos.

— ¿Dónde está su familia señora Dorotea? — pregunta Amelia para desviar el tema de conversación.

— Ya soy viuda. Mi marido falleció hace 12 años, mis hijos todos son adultos, ya casados y me han dado nietos y estos bisnietos, pero ninguno vive en esta ciudad, todos querían tener sus tierras y trabajarlas para ellos mismos.

— ¿Vive usted sola aquí?

— Así es niña

— Pero sus hijos o nietos, ¿por qué no vive con ellos?

— Cada quien tiene su vida. No puedo estar ocupando el espacio de ellos, por eso trabajo para mantenerme.

Amelia estaba apenada por Dorotea. Qué desgracia era la vida de los ancianos, que, al pasar su tiempo, eran abandonados por sus familias. Aquella mujer estaba sola y el peso de los años se le notaba en las curvaturas de su espalda.

— Entonces, ¿trabaja aquí para subsistir?

— Así es niña, pero estoy agradecida, aquí me tratan muy bien, y ahora que has llegado, me ayuda mucho tu compañía

Amelia servía los platos en un gran comedor a las afueras de las cocinas, ya que vendrían pronto los trabajadores desde los campos y podía ver a Víctor para almorzar con él.

Dorotea comienza a llamar a todos con una gran campana que estaba a las afuera del comedor. Los que estaban en los campos, dejaban sus trabajos y corrían al llamado alegre de la campana.

Se les dejaba jarras con agua para que se limpiara las manos antes de entrar, secándose con sus pañoletas.

Mientras Dorotea colocaba los panes recién horneados y dejaba jarras con leche fresca o agua en el centro de la mesa, Amelia traía los platos que servía con los guisos, mientras le sonreía a su marido que ya estaba sentado con sus compañeros.

A los jornaleros, le gustaban los almuerzos que preparaba Amelia, siempre pidiendo un poco más cuando ya terminaban sus porciones, diciéndole cada tanto a Víctor, sobre la suerte que tenía de casarse con una buena cocinera.

Un Amor Tan IntensoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora